lunes, 17 de octubre de 2022

Vocablos en disputa

Rosario Quevedo y Ángel Guinda en Peralejos de las Truchas. Fotografía de Manuel Martínez Forega



sólo y solo
 

"El poeta sólo está solo", afirma un aforismo del poeta Ángel Guinda (Zaragoza, 1948-Madrid, 2022). La gracia de esta máxima consiste, además de su apuesta por la siempre atractiva figura retórica de la aliteración, en la presencia y en la ausencia de la tilde en los dos vocablos homófonos: "sólo" y "solo", dotados de una misma sonoridad pero diferenciados por un distinto significado, cada uno perteneciente a una contraria categoría gramatical; el primero adverbio y el segundo adjetivo. 

Pues bien, si este aforismo de Ángel Guinda se reprodujese hoy en un diario, siguiendo el libro de estilo de los periódicos, o insertado en un texto publicado por una gran mayoría de editoriales (copiando ambos homófonos sin acento), el apotegma del vate maño perdería su gracia. La RAE no obliga totalmente a que se prescinda del acento en "sólo" cuando es adverbio y se pueda sustituir por "solamente". Pero vivamente lo recomienda. Argumenta que el contexto aclara su significación, deshaciendo entonces la ambigüedad. Y no es así. 

Yo siempre pongo un claro ejemplo para mostrar que no es así: "Mick Jagger duerme solo en el Ritz". A ver quién es el guapo que sabe exactamente, ateniéndonos a esta sucinta forma expresiva, si el cantante de los Stones se aloja únicamente en el lujoso hotel o acaso pernocta en él sin compañía.


 

Rincón de Sierra Luenga. Fotografía de Rosario Quevedo




cojer juanramoniano 

Desde Consuegra, por la Avenida del Imperio Romano, mi coche vacilón, jovial currito, tomó la carretera que llaman de Valdespino y lo aparcamos al terminar el asfalto, iniciando una pista que nosotros denominamos Camino de las Vacas. Lógica bien atribuida, ya que enseguida una cándida res albina nos salió al encuentro mirándonos fijamente hasta perdernos de vista. 

Ascendimos un tanto hasta los parajes de Sierra Luenga, en plenos Montes de Toledo. Mientras (era aún muy temprano y ya había claridad envolvente), la rutilante moneda del sol, recién acuñada, sobresalía triunfante por la todavía oscura silueta de la larga cuerda que teníamos enfrente. 

A orillas de la senda, tras superar el paso canadiense, se exhibía un cartel en el que se podía leer: “Prohibido cojer níscalos”. Ese “cojer” con jota. Yo, con mi bastón acompasando el paso, comenté a mi mujer que esa errata no me parecía muy gorda; mucho más gorda me parecería “árvol”, con uve, “biento”, con be, “hapóstoles”, con hache. Mi esposa disentía, diciéndome que no había excusa en que “cojer” y “coger” tuviesen una idéntica solución fonológica, equiparando sus realizaciones acústicas, así como ahora en español igualamos el sonido bilabial de la be y el labiodental de la uve. Las laderas que contemplábamos, recién inundadas de la luz de Febo envolviendo a los pinos en cascada, se conformaban, tamizadas, como una muy sedante estampa. 

Sumidos en diatriba, la melosa brisilla arrastraba el aforismo de Wittgenstein: “Una nueva palabra es como una semilla fresca que se arroja al terreno de la discusión”. No se puede decir que estuviésemos discutiendo dos filólogos, término muy subido, pero es cierto que dimos, con cierta pericia, capotazos al dulce toro, algo lleno de aristas, de la lingüistica. Yo insistía en que si Juan Ramón Jiménez optó en sus altos escritos por las palabras “intelijencia”, o “antolojía”, también “cojer”, con jota, ello ya servía de modelo potencial para el hablante que usase de estos modos, sin incurrir en falta ortográfica. Yo defendí, por tanto, la inmensa autoridad de un escritor de la valía de JRJ. Acabamos teniendo razón ambos, mi racionalista mujer y mi yo un poco antojadizo. 

Subimos a la cuerda, descansamos, deglutimos un tentempié y bebimos algo de vino en cima recoleta. Al abrigo de unos peñascos, serenos centinelas de la altura bajo el aguilucho, cundió en el aire límpido nuevamente el susurro de Wittgenstein: “Deja hablar sólo a la Naturaleza y reconoce por encima de la Naturaleza únicamente algo mayor, pero no lo que los otros pudieran pensar.”

domingo, 28 de noviembre de 2021

Ana Ares: CITY (Madrid hecha materia de lenguaje)

Ana Ares


Lo he dicho mucho y quizá insisto demasiado en ello: La poesía es un acto de habla (esencial y estructuralmente sólo eso; la espacialidad en la poesía escrita es otra cosa); contiene idéntica materia prima, ni más ni menos, que la de la conversación funcional, cotidiana. También es cierto que la poesía manifiesta una notable orientación musical, por el ritmo, por la cadencia, por la rima, pero sucede que la poesía no es música precisamente porque es habla. Lo decía hace unas semanas, en Cuenca, el compositor José Zárate, dentro del marco de la última edición del Festival de Poesía para Náufragos: La música no puede explicar nada, es subjetiva, tan sólo es capaz de insinuar adentrándose en las convenciones; está imposibilitada para aclarar, por ejemplo, el fenómeno de la lluvia, pudiendo sólo sugerirla con soluciones onomatopéyicas, únicamente con sonidos, no con sentido. Sin embargo, la poesía es objetiva porque su lenguaje tiene que entroncar necesariamente con los conceptos, explicativos, aclaratorios. Si mostramos a un aprendiz de poeta esta estrofa para ir entresacando cuestiones propias de la poesía: “En un preciso momento, / durante la noche fría, / me dirigí al camposanto / donde su cuerpo yacía”, en primer lugar consideraremos que el fragmento poético tiene pareja intención de funcionalidad, comunicativa, con lo que -es un ejemplo- el vulgo de Toledo diga: “He estado desayunando en el quiosco Catalino un par de combros y una taza de chocolate, bebiéndome al final un gran vaso de agua para neutralizar la bilis”. El aprendiz claramente aceptará que el habla de la estrofa es especial, pues el parrafito está cortado por versos regulares de ritmo silábico octosílabo, conteniendo, además, una rima consonante, además de una especie de rima -que en rigor no lo es- constituida por la coincidencia de tres letras iguales en el final de los versos 1 y 3: -nto. Procedimientos no utilizados en el coloquio habitual.

De forma que la situación natural, como expresión que es, de la poesía es la de contar algo, con un tono de voz siempre aderezado con énfasis: lacrimoso, metafórico, anafórico, con voz resignada, con voz de loco, etc., etc., etc. El prolífico y senecto (sabio) poeta Arcadio Pardo -que falleció una semana después de intervenir en el mencionado Festival de Poesía para Náufragos- sostenía que los poetas siempre han de revelar la verdad en sus poemas. ¿Escribe la verdad Arcadio Pardo cuando en uno de sus poemas dice que está muerto, estando vivo? Indudablemente, porque ese morirse él mismo en el poema es una verdad poética. Hay poetas que se ciñen, en su arte poética, a la verdad cotidiana, impecable, correcta, convencional, por muy bellamente que esté construida. Hay otros, y son los que suscitan mayor interés, los cuales esa realidad, que en principio se manifiesta como una realidad no poética, la deforman con una serie de atractivas figuras lingüísticas, creando así una suprarrealidad que está posibilitada con recursos superiores al mundo. Y el mundo sólo consiste en esa verdad o realidad repetitiva y consuetudinaria; suprarrealidad que, como Wittgenstein dictaminó, supera al mundo con creces, pues se arma de fecunda imaginación que mejora la realidad cotidiana. Entre estos últimos poetas se encuentra la poeta Ana Ares (Valencia, 1971), que dota en todo momento su poesía de una tonalidad verbal muy fluida. Su último libro, City (Ediciones Vitruvio), nació justamente en el principio de la pandemia; al relajarse las restricciones, después de la obligada modorra, comenzó a divulgarse con éxito. City muestra una melodiosa y encendida retórica ciertamente admirable.


El poemario está ofrendado a Madrid, referido especialmente al momento en el que Ana Ares la amó intensamente cuando se instaló en la capital proveniente de una ciudad que ella apreció anodina: Albacete. Vio poblada Madrid de elementos estáticos, “margaritas, amapolas, basura”, y dinámicos, “coches con amantes”. Ahormó un vigoroso canto partiendo de lo urbano más mísero, como la prostitución en el polígono Marconi, dotándolo de una visión impresionista de la noche, válida como introducción a toda noche:

“Hay lúbricas señales de advertencia
en el advenimiento de la noche.”

La trova dedicada a la ciudad realizada por Ana Ares discurre por una entera lucidez (“Yo miento sobre ti porque te amo”) que dispone a la urbe como certera y sobrecogedora estampa, fiel a una apreciación que rebosa justeza en la correspondencia del verismo de Madrid con la fuerza de la palabra poética:

“Por un tiempo, Madrid no me dio espejos.

Vomitó junto a mí
el alcohol nauseabundo de la claudicación
como el mejor amigo.
Asintió mansamente a mis mentiras.

Me cobijó en los mismos
parques que devoramos
y me prestó su carne por la tuya.

Dosificó las drogas
-oh, mater amantisima-.

Abrió a mi llanto los cines de verano.

Sembró la sordidez de azules flores
con raíces de vidrio en las aceras.

Pero seguían
            creciendo para ti.”

Hay excelsas figuras poblando el rico contenido de City. Más arriba habíamos considerado, apoyándonos en Arcadio Pardo, que la poesía estaba obligada a decir la verdad, una verdad que siempre deba ser poética. A veces la poesía se expresa con la ironía de una hipotética verdad; y esa expresión surge con visos de resultar siempre triunfante:

“Cuando quiera morirme pediré
una habitación limpia, con sus vistas al mar.
Brindaré al sol con algo espumoso del chino
y dejaré una nota
colgada de la puerta
que diga Don’t disturb.”

El futuro(“pediré”, “brindaré”, “dejaré”, “quiera”, “diga”) es en todo momento un recio presente que sirve a esa hipotética verdad con un fin irónico en un decir difuso. Declaraba Fernando Pessoa: “La esencia de la ironía consiste en no poder descubrirse el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras, deduciéndose, sin embargo, ese segundo sentido del hecho de ser imposible que el texto deba decir aquello que dice.” Esa duda es certeza poética. La gran virtud de la poesía consiste en que es intemporal, capaz de reunir en una sola cláusula diversos tiempos verbales en unión de claras constancias (“una habitación limpia, con sus vistas al mar”). El magno ejemplo de César Vallejo: “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo.” Pareado conjugando tres nociones temporales (“moriré”, “tengo”, “recuerdo”), altamente profético, pues Vallejo iría en verdad a morir en París con lluvia torrencial.

En City hallamos sintagmas en los que la adjetivación y la adyacencia al núcleo están logrados de un modo muy original. Ejemplos: “aguado estigma de ginebra y deshielo”, “nobleza en plata y celofán [vomitan las farolas]”, “líquida intención [de un gato]”... Y el libro con empeño exhibe una contraimagen dinámica del estatismo de la ciudad, manifestando con vigor la viveza de la poesía: “eran los bulevares / ceniza todavía debajo de mis pies, / que volvía a amar”. La inamovible población, gracias al nervio poético animado por Ana Ares, se personifica, penetra en el conocimiento, intensificando la metáfora; mezcla las causas y las consecuencias con que el relato se enriquece, logrando, al cabo, un subjetivismo iluminador de los preciados argumentos:

“Lágrimas cartón piedra resbalan por la tinta
de mi lunar de ojiva,
y hay mareas de tizne en el carmín.

Me acompañan las luces que se apagan,
los seres que me pueblan,
un pensamiento oscuro.”


Participantes en el Festival de Poesía para Náufragos. Cuenca, Iglesia de San Miguel, II edición, 2013. En la fila de abajo, los primeros por la izquierda, Ana Ares y Amador Palacios



jueves, 26 de agosto de 2021

El Postismo revisitado


Portada de la revista Postismo


En el puro estado de alarma, del año pasado, sobraba mucho tiempo. Entonces, en un periquete volví a leer los cuatro manifiestos del Postismo. El Tercer Manifiesto tiene un apoteósico final, jugando espléndidamente con la redundancia de sonidos que refuercen el sentido y reuniendo en un apretado y desenfadado fragmento las excelsas singularidades propugnadas en los nítidos postulados de la teoría postista:

“La Trinaeria, usual emblema de Sicilia -y de alguna otra isla- es el signo electo del Postismo. El número 3, y su raíz 'tri', como toda trinidad, la Trimurti, un tridente, las palabras tris, trineo y trigue (tigre), la tripa (con correspondiente ombligo, sede, como se sabe, de la sabiduría oriental, por no por nada los postistas localizamos la fuerza creatriz en 'tres' partes: cerebro, corazón y abdomen, tal vez estómago, de donde su principal fuente, el subconsciente, se halla en el estómago, apodícticamente 'tripa'), por lo que sumamente postista resulta el infantil trabalenguas o triquitraque de 'un tigre, dos tigres, tres tigres'. ... Nosotros: 'El alma sensible en el nervio trigémino'...”.

Abrí de nuevo algunos libros capitales que recogen la poesía de los dos postistas más importantes: Eduardo Chicharro Briones y Carlos Edmundo de Ory. Del primero, releí, entre otras composiciones (de La plurilingüe lengua, Tetralogía o Música celestial) su, de Cartas de noche, “Carta de noche a Carlos”, naturalmente dedicada a Ory. Chicharro era mucho mayor que Ory, mucho más sabio al conocerse ambos; lo que no le impidió declarar al poco: “Fui su maestro; con el tiempo, él lo fue mío”. Esta carta nocturna se abre con estos versos tan resolutivos y seductores:

“Carlos yo te escribo trece trenes
trinos trece te estremece
y te envío mecedoras
a tu casa.
Que tu casa es una cosa
que no pasa.
En el filo sutilísimo te escribo
del estribo.
Puesto el pie en el mismo digo
como sigo por el hilo de tu higo
en el higo sutilísimo que sigo.
De mi casa a la tu casa sigo sigo
enviando mecedoras rutilantes.
Por la noche duermo, sueño, como, orino,
sueño papa manos pone tuyos hombros
cara tiene nívea cera transparente
gesto ambiguo de sus labios mucho temo
pasan cabras por sus ojos, dame leche
y en un coche por la estrecha remolacha
por los siglos de los siglos que me orino.”

Al final de esta sorprendente comunicación poética hallamos estos versos tan innovadores: “Sigo enviándote mecedoras, / cuídalas, límpialas, pómpalas, / góndolas, lámparas, ordéñalas, / albérgalas en tu pecho”.

Los recursos y tropos de este poema son múltiples. Está movido por la emoción; y la emoción, según el Manifiesto del Postismo (primer manifiesto, firmado exclusivamente por Eduardo Chicharro), es un movimiento repentino del ánimo, teniendo en cuenta, además, que la imaginación que contiene se sitúa en el entorno vital de la creación postista. En este largo texto, vemos que, siempre citando la teoría expuesta en el primer manifiesto postista, “la poesía lo mismo nace de la idea que del sonido”, gracias a la libérrima utilización tanto de conceptos como de expresiones, mezclando ambos a través de una feliz osadía: “¿He de decir que me canso, que de cansar estoy vivo? / ¿O he de decir que me vivo, que de vivir estoy canso?”. En sus agitadas cláusulas se produce, de modo muy visible, el poder ascensional de la palabra, despojándose del significado convencional y repleto de un vigor enigmático dotado de profundas raíces.

En su dinámico discurso encontramos, desde el comienzo, numerosas figuras: aliteración (“trinos trece te estremece”), voces parónimas que se combinan también aliteradamente (“que tu casa es una cosa que no pasa”), cacofonías (“En el filo sutilísimo te escribo del estribo. Puesto el pie en el mismo digo como sigo por el hilo de tu higo en el higo sutilísimo que sigo. De mi casa a la tu casa sigo sigo”), acusados hipérbatos (“sueño papa manos pone tuyos hombros”), combinación de hipérbato y encabalgamiento (“¿No ves Carlos por la noche tú también un portero con al hombro una escopeta?”), etc. Pero lo que llama poderosamente la atención es la seductora alteración de categorías que se da al final del poema, convirtiendo atractivamente sustantivos en verbos: “pómpalas”, “góndolas”, “lámparas”.

“En la casa de hermanubis
-¡papay qué cómplice el viento!-
un adúltero dios ópimo
cortó a la estela su pelo
de luz y en los malecones
qué onocrótalos de incendio
en la cratera de tierra
con un celeste licor
de tamarisco infinito
La luna cambió en amores
siempre con cabello negro
iba y venía del mar
al mar con espejos dentro
El duende en el caracol
con la oreja del ofidio
Allí los vio dos hoplitas
solemnemente cambiándose
el mismo caudal callado
solos con secretos verbos
La esponja sin crin ni ojos
junto a los dos peces épicos
dejó clavada en la arena
su cola y dejó su estómago
Los dos estaban mirándose
y eran sólo un universo”

Con estos enfáticos versos arranca el poema “Los dos hoplitas” de Carlos Edmundo de Ory. Para esbozar cualquier análisis de los mismos, ha de acudirse a postulados expuestos en el Tercer Manifiesto, que describe con sumo acierto el haz de caracteres fundamentales de la producción postista, destacando el juego imaginativo, el imperio de la forma, un decorativismo rítmico-musical, una exaltación expresiva sensorial (“Nuestro horóscopo es la sensación”, proclama este manifiesto). Todo ello llevado por un afán de creación estética muy libre, guiado por la intuición y, en la base de todo, la condición esencial que distingue el movimiento: la euritmia (buen ritmo), que es síntesis y paradigma de toda propuesta postista, y que se puede definir tanto como un dinamismo rítmico o, viceversa, un ritmo muy dinámico.

Aquí Ory, acopiando una redundancia de sonidos que refuerzan el sentido (como habla de su poesía su amigo el poeta Arcadio Pardo), demuestra la plenitud que lleva a cabo el juego postista propugnado en el programa de esta vanguardia. Juego que se materializa en cazar palabras en el aire. Juego que, como proclama el Primer Manifiesto, “está en la espina dorsal de toda obra postista”. El discurso que estos versos exhiben se desarrolla en una “euforia contagiosa”, que se identifica con ese célebre lema de la condición postista: una “locura inventada”.

Al Postismo, contrastando con otras vanguardias, la tradición no le repugna. En realidad, tradición y vanguardia están emparentados. Para la vanguardia, la tradición es el padre al que, freudianamente, hay que matar. La genuina vanguardia siempre es una contestación a la tradición, en el fondo respetuosa con las formas, aunque a priori no lo pueda parecer. Dijo aquél que toda vanguardia es romántica, paradigma de la más alta tradición, en su día también rebelde con la tradición que había en su entorno. Buena parte de la poesía que se escribió bajo los parámetros postistas son sonetos y romances, o liras, en el caso de Carlos Edmundo de Ory. Cultivaron los integrantes del Postismo un curioso experimento al que denominaron “enderezamiento postista”; consistía en adaptar a los aires de su ismo poemas de otros autores, como Machado, o piezas del folklore tradicional, como realiza Eduardo Chicharro sobre la canción popular “La Pájara Pinta”: “Estaba la Pájara Pinta / sentadita en el verde limón. / Con el pico cortaba la rama, / con la rama cortaba la flor. / Ay, ay, ay, / dónde estará mi amor.” Así queda el enderezamiento efectuado por Chicharro:

“Estaba una pájara instante
florecida en la espera limón,
con la pasa recoge la meca,
con la meca recoge su amor.
¡Ay mi sol!

Estaba un despacio metido
pajarito en un verde belén
con el pico se sube al tejado,
con el sube echa a andar un por qué.
¡Ay mi bien!

Pajaraba una niña pintada
escupiendo en un negro cucú,
a la puerta contaba sus tutes
con, de, en, por, sin, sobre, tras tú.
¡Ay Jesús!

Se pintaba una pájara estando
asomada a la verja la infiel,
con la espera recorta su pena,
con su corta repena el querer.
Ay mujer!

Sentadita en un bosque de pájaros
la miraba su novio el azor
florecer con la hoja, el piquito
hojear…, la arrebata veloz.
¡Ay dolor!

Estabita la pájara estado
donde estuvo estandito no está,
ni recoge ni coge ni deja
al azor lo cogió un gavilán.
Ay mamá!”

El Postismo persiguió insistentemente crear belleza, no abominar de ella, como expresaba el Surrealismo, con el que el Postismo comparte “calefacción común”. El Postismo creyó en la técnica, perfectamente compatible de aplicarla al principio subconsciente de la creación. En el Primer Manifiesto se define luminosamente afirmando que

“El Postismo es el resultado de un movimiento profundo y semiconfuso de resortes del subconsciente tocados por nosotros en sincronía directa o indirecta (memoria) con elementos sensoriales del mundo exterior, por cuya función o ejercicio la imaginación, exaltada automáticamente, pero siempre con alegría, queda captada para proporcionar la sensación de la belleza o la belleza misma, contenida en normas técnicas rígidamente controladas y de índole tal que ninguna clase de prejuicios o miramientos cívicos, históricos o académicos puedan cohibir el impulso imaginativo.”

Reafirmándose en que “la imaginación no tiene más instrumento que la técnica”.

En el verano de 1944 Ory y Chicharro se reúnen en Ávila, en una vasta casa, con magna galería y espacioso jardín, situada en la plaza del Ejército, que Chicharro viene disfrutando por tradición familiar. Raptados por profusos e intensos veneros de inspiración, escriben en colaboración una serie de romances (una treintena), poniendo como título al conjunto Las patitas de la sombra, alocados y sincopados romances en un conjunto que se ha tenido como emblemático de la poesía postista. Chicharro, mayor que Ory, enseñó muchas cosas a su discípulo y amigo. Y una de esas cosas fue detestar a Lorca, respingo muy de vanguardia, aunque luego los dos reconocieron que los romances de Las patitas de la sombra estaban plagados de influjos lorquianos. En el oryano poema “Los dos hoplitas” apreciamos también este influjo. “El niño sigue roncando” es uno de estos romances:

“Duerme su sueño el niño
con abanicos blancos
y ella le da de besos.
En soleares, hijo,
qué bonito es el verso
para el niño dormido.
Empiece usted la solfa
cuando no se oye nada
que el niño ya la ronca.
Esta noche es propicia
y sierra que te sierra
el niño en la cunita.
Cuando lleguen los trenes,
cariño, por la noche,
no tomará su leche
que tiene miedo el nene
que el nene que mi nene,
que la nana mi nene,
que la nona lo mece,
que a la una la luna,
que su mano le envuelve
mientras canta el sereno
que está sereno y llueve
que llueve de puntillas
que llueve que te llueve.”

Se observa que el término con que es bautizado el movimiento carece de lexema, o raíz, y sólo consta de un prefijo preposicional y el tan usado sufijo. Ese vacío es cubierto con ventaja por el valor semántico de una verdad desnuda, aglutinadora y ecuménica (universal). Esta es la primera originalidad del Postismo con respecto a otros ismos portadores de lexema, más cargados de concreción y, por lo tanto, de materialidad caducable (impresion-ismo, cub-ismo, futur-ismo, fauv-ismo, surreal-ismo, etc.). Por tanto, ¿es el Postismo un comodín para el pensamiento y la praxis artística? ¿Es un principio incorruptible? Uno de sus mayores méritos, a nuestro juicio, se establece en que aún conserva un orden vigente, perfectamente aplicable hoy, sin perder una de sus propiedades, a cualquier intento de renovación artística que pudiera surgir. Seguramente que el Postismo sea una vía más que una meta.

Y no hay que dejarse turbar por esa apariencia anecdótica engañosa que el Postismo pueda exhalar a primera vista. A estas alturas ya hay que alertarse ante la tendencia a seguir confundiendo el Postismo con ciertas superficialidades o espejismos que puedan dar lugar a engaños duraderos. Habrá que ser cautelosos al analizar la llamada boutade postista, las anécdotas jocosas acontecidas en la andadura del Postismo como parte de su decurso y el tono juguetón y cadencioso (eurítmico) implantado en sus obras. Todo ello existe, pero sería muy lamentable tomarlo como lo primordial de un estado pasajero que no estuviese dotado de la suficiente trascendencia. Jaume Pont, en su tratado monumental sobre el Postismo, advierte que bajo la máscara del humor postista subyace una tragedia auténtica. Ory, certeramente, define el movimiento postista como entidad dotada de alegría, sí, pero comparando esta alegría con una risa que él califica de risa zen. Y la euritmia, buen ritmo, o esa coruscancia musical que acierta a precisar Félix Casanova de Ayala, no sólo es la estructura dominante en el planteamiento combinatorio de palabras de la creación postista; también ésta conlleva un sentimiento liberador del léxico, que no ha de basarse tan sólo en esa alogia sintáctica que parece ser tan característica de la pieza postista, pues se hunde, asimismo, en una distorsión del sentido, en una imagen obtenida a través de un pensamiento desfigurado; una euritmia o un juego instalado en las estructuras profundas del lenguaje, en el fondo de la obra, aunque su forma pueda ser, incluso, escrupulosamente respetuosa con la norma lingüística. La corroboración de estas suposiciones se puede hallar en el poema de Ángel Crespo "Versos de la oveja", del que cito, ya para terminar, algunos versos: "Cuando la lana del colchón / se acuerda de su oveja, / lo mejor es dormir en las baldosas. (...) Suele ocurrir también, cuando ese pelo / se acuerda de aquel manso animal que tenía, / que intente devorarnos por la noche. (...) Ocurre, pues, que en el aniversario / de la oveja nacida entre las redes / se remueve la lana en los colchones / y muerde a las mujeres en las piernas / y a los hombres debajo de la ropa."

Collage postista de Gregorio Prieto

viernes, 23 de abril de 2021

Gloria de España y luz (Valle-Inclán a Toledo)

Valle-Inclán retratado por Ignacio Zuloaga


Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) escribe el libro La Lámpara maravillosa: Ejercicios espirituales cuando rondaba los 50 años. Sus trechos se originan en una serie de artículos que fueron apareciendo en Los Lunes del Imparcial desde 1912, reunidos en un volumen publicado en Madrid en 1916 y reeditado en esta misma ciudad en 1922, con prolijas y magníficas ilustraciones de José Moya del Pino.

Extraños, singulares párrafos del género del articulismo. El conjunto de La lámpara maravillosa comprende textos esotéricos, con aires religiosos, y donde hay platonismo, mucho saber hermético y ocultismo. Dos autores se citan con harta frecuencia: el alquimista Paracelso y el místico Miguel de Molinos. Sobre todo, domina el fuerte influjo de la luz: “El sol es el Logos. ¡Los infinitos caminos de amor, se abren en la clara entraña del día!” “La mente divina sella todo el conocimiento, toda la voluntad y todo el amor en una sola luz”.

También el poderoso influjo de la música. El libro se conjuga como una poética sublime y altamente armónica: “El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical”. Francisco Umbral, en su profuso ensayo 
Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué, recorre la profusa producción de Valle. Al detenerse en La lámpara maravillosa“libro fundante de su poética y su mística”Umbral comenta al hilo de la cita anterior: “Valle equipara el verbo de los poetas al de los santos, y no por un sentido místico, como pudiera hacer creer el contexto de su libro, sino porque el lenguaje de la fe es irracional y Valle cree o sabe que el nivel más profundo de comunicación es siempre el irracional.”

Según el blog Libros de Cíbola: “La Lámpara Maravillosa es una guía de iniciación para los artistas, expresada mediante un lenguaje místico y esotérico. La propuesta de Valle-Inclán se adhiere al idealismo, que concibe la realidad externa como ilusoria. Para la comprensión del sentido oculto del mundo, el iniciado debe contemplar la realidad a partir del recuerdo, es decir, desde el quietismo estético. Pero el lenguaje es insuficiente para expresar el sentido oculto y eterno del Universo (porque los idiomas son el resultado de un proceso histórico), de ahí que Valle-Inclán proponga una renovación del idioma y una retórica musical, basada en el ritmo y en el tono.”


Este libro se va escribiendo a la par que su autor sufre una profunda crisis personal y profesional. Se produce su ruptura con la compañía teatral de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, en la que trabajaba su mujer, la actriz Josefina Blanco, con la que pleiteó por el divorcio hasta el final de su vida, sin resolverlo; estalla la Primera Guerra Mundial y muere su hijo Joaquín María.

En la sección “El quietismo estético”, el capítulo preliminar y el primero está ofrendado por entero a Toledo En el capítulo segundo, Valle realiza una sugestiva comparación entre Santiago de Compostela y Toledo, introduciendo que: “De todas las rancias ciudades españolas la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. La ciudad de las conchas acendra su aroma piadoso como las rosas que en las estancias cerradas exhalan al marchitarse su más delicada fragancia. Rosa mística de piedra, flor románica y tosca, como en el tiempo de las peregrinaciones, conserva una gracia ingenua de viejo latín rimado.” E incidiendo en que: “Sus piedras no exhalan esa impresión de polvo, de vejez y de muerte que exhalan las ruinas de Toledo. […] Toledo es en todos sus momentos la calavera que ríe con tres dientes sobre el infolio de un anacoreta, y dice que todo es polvo. La ciudad castellana, evocadora como una crónica, sabe de reyes y reinas, de abades y condes, de frailes inquisidores y de judíos mercaderes. En Toledo cada hora arrastró un fantasma distinto. Pero Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación, y la cadena de siglos tuvo siempre en sus ecos la misma resonancia.”

En el capítulo octavo de esta misma sección -“El quietismo estético”, recordemos-, se alude al retrato del Greco del Cardenal Tavera, sito en el hospital del mismo nombre: “Una figura monástica, de ojos cavados y macerada sien”. Valle explica que “Domenico Theotocópuli parece ser que no había visto nunca á ese terrible místico, y alguien cuenta que la pintura donde le representa es una evocación hecha sobre la máscara mortuoria calcada por Alonso Berruguete. Confirmado está en papeles viejos que cuando el pintor cretense llegó á la ciudad castellana ya se cumplían treinta años desde que había pasado por el mundo el prócer cardenal Don Juan de Tavera. Pero la máscara donde la muerte con un gesto imborrable había perpetuado el gesto único, debió ser como la revelación de una estética nueva para aquel bizantino que aun llevaba en su alma los terrores del milenario y las disputas alejandrinas.”






EL QUIETISMO ESTÉTICO

Toledo es una vieja ciudad alucinante. Yo he sentido bajo sus arcos que se desmoronan el paso de la muerte, la densidad de los siglos, el fluir continuo de las horas como la arena de un reloj… Las crónicas, las leyendas, los crímenes, los sudarios, los romances, toda una vida de mil años parece que se condensa en la tela de una araña, en el huso de una vieja, en el vaivén de un candil. Sentimos cómo en el grano de polvo palpita el enigma del Tiempo. Toledo es alucinante con su poder de evocación. Bajo sus arcos poblados de resonancias se experimenta el vértigo como ante los abismos y las deducciones de la Teología. Estas piedras viejas tienen para mí el poder maravilloso del cáñamo índico, cuando dándome la ilusión de que la vida es un espejo que pasamos a lo largo del camino, me muestra en un instante los rostros entrevistos en muchos años. Toledo tiene ese poder místico. Alza las losas de los sepulcros y hace desfilar los fantasmas en una sucesión más angustiosa que la vida. La ciudad alucinante ha tenido un artista también alucinante que alumbra como un cirio de cera en esta gran penumbra de piedras góticas: Domenico Theotocópuli tiene la luz y tiene el temblor de los cirios en una procesión de encapuchados y disciplinantes. Parece estremecido por un rezo de brujas. Cuando se penetra en las iglesias donde están sus pinturas, aún escuchamos el vuelo de aquel espíritu bajo las lámparas de los altares, un vuelo misterioso y tenebroso que junta los caprichos del murciélago y la quietud estática de la Paloma Eucarística. En la penumbra de las capillas los cuadros dan una impresión calenturienta, porque todas las cosas que están en ellos han sufrido una transfiguración. Sobre los fondos de una laca veneciana y profunda están los rostros pálidos que nos miran desde una ribera muy lejana. Las manos tienen actitudes cabalísticas, algo indescifrable que enlaza un momento efímero con otro momento lleno de significación y de taumaturgia. Esta misma significación, esta misma taumaturgia, tiene el ámbito sepulcral de Toledo. En el vértigo de evocaciones que producen sus piedras carcomidas, prevalece la idea de la muerte como en el trágico y dinámico pincel de Domenico Theotocópuli.

I. TODAS LAS COSAS SE MUEVEN POR ESTAR QUIETAS, Y EL VÉRTIGO DEL TORBELLINO ES EL ÚLTIMO TRÁNSITO PARA SU QUIETUD. ATRACCIÓN ES AMOR, Y AMOR ES GRACIA EXTÁTICA.

Toledo es a modo de un sepulcro que guarda en su fondo huesos heroicos recubiertos con el sórdido jirón de la mortaja, y cuando todas sus piedras se hayan convertido en polvo, se nos aparecerá más bello, bello como un recuerdo. Toledo sólo tiene evocaciones literarias, y es tan angustioso para los ojos como lleno de encanto para la memoria. En nuestras creaciones bellas y mortales, las imágenes del mundo nunca están como los ojos las aprenden, sino como adecuaciones al recuerdo. En el recuerdo todas las cosas aparecen quietas y fuera del momento, centros en círculos de sombra. El recuerdo da a las imágenes la intensidad y la definición de unidades, al modo de una visión cíclica. El recuerdo es la alquimia que depura todas las imágenes y hace de nuestra emoción el centro de un círculo, igual al ojo del pájaro en la visión de altura. Las nociones de lugar y de tiempo se corresponden como valores del quietismo estético: El águila, cuando vuela muy alto, parece tener las alas quietas, y todas las cosas que pasaron y son recordadas quedan inmóviles en nosotros, creando la unidad de conciencia. La quietud es la suprema norma. Si purificásemos nuestras creaciones bellas y mortales de la vana solicitación de la hora que pasa, se revelarían como eternidades. Todas las imágenes del mundo son imperecederas y sólo es mudable nuestra ordenación de las unas con las otras. Con relación a lo inmutable, todo es inmutable, y el alma que sabe hacerse quieta se convierte en centro, de tal suerte que, en la relación con ella, todo queda polarizado e inmóvil. El encanto del tiempo pasado está en la quietud con que se representa en el recuerdo. Así, las viejas y deleznables ciudades castellanas son siempre más bellas recordadas que contempladas, ciudades como aquellas desaparecidas hace mil años, las que nunca hemos visto, y las mismas ciudades malditas castigadas y abrasadas por el fuego del Señor.






lunes, 15 de marzo de 2021

La poesía vertical de Jesús Maroto


Jesús Maroto. Foto: María Cruz Magdaleno



Ese preciso calificativo para la poesía fue acuñado por el poeta argentino Roberto Juarroz (1925-1995), quien tituló sus poemarios simplemente como la sucesión: Poesía vertical, Segunda poesía vertical, Tercera… y así hasta la Decimocuarta poesía vertical. Javier Rodríguez Marcos escribe: “Para Roberto Juarroz, mientras que el discurso de la prosa es horizontal, el de la poesía es vertical. Si una funciona por acumulación, la otra lo hace por supresión. Más que albañil, el poeta es un minero. Donde uno amontona, el otro cava. 'Penetra', decía él. Penetra en la realidad convencional, fosilizada por la costumbre. Se dirige hacia lo más profundo.” También yo creo que hay una poesía horizontal. La poesía vertical visualmente se aprecia tirando a estrecha y contenida en la configuración de sus sintagmas, mientras que la horizontal tiende a la anchura, a la subordinación, al derramamiento espacial. Esta apreciación, claro, entre otras cosas más cruciales. “Toda palabra llama a otra palabra. / Toda palabra es un imán verbal, / un polo de atracción variable / que inaugura siempre nuevas constelaciones.”

Escribe
me
aconsejan
como
si
escribir
no
fuera
una
terapia
peligrosa.


He aquí un magno ejemplo de poesía vertical, que, como aprecia el mencionado crítico Javier Rodríguez Marcos, “penetra en la realidad convencional” con una ejecutoria incisiva. Si la poesía horizontal se inclina a extenderse en tropos, generados por difusas sensaciones, la vertical prefiere abrazar ese enmascarado recurso de la ironía. “La esencia de la ironía consiste en no poder descubrirse el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras, deduciéndose, sin embargo, ese segundo sentido del hecho de ser imposible que el texto deba decir aquello que dice.” (Fernando Pessoa). Cito de memoria. El autor de este buen ejemplo es el poeta toledano Jesús Maroto, nacido en Villafranca de los Caballeros pero, después de tantos años, forjado capitalino, como las insignes espadas que el río Tajo extraordinariamente amolda. En una fase de su trayectoria, se sintió fuertemente influido por la poesía de Juarroz. Ahora acaba de publicar el libro de poemas Mientras sigamos vivos, el tercero que publica durante y sobre la pandemia.

No todos los poemas tienen como tema esta invasión coronavírica. Sí muchos de ellos. El poema “Toque de queda” acota bien, expresivamente, esta insólita imposición:

Silencio.
Oscuridad.

La ciudad,
a la luz
de la madrugada,
teje cumbres
de misterio.


Precisamente el conquense-toledano Antonio Lázaro, prologuista del libro, insiste en que “Silencio, nostalgia, miedo. Son [los] ejes de este nuevo poemario”. Elementos que, aunque parezcan frutos muy solitarios, son solidarios. Lázaro justamente también anota: “Pareciendo el más individualista de los poetas, Maroto es en realidad el más social y altruista de un gremio tan robinsoniano.”

Habitualmente, los títulos de sus colecciones poéticas están lejos de constituirse en metáforas, analogías o antítesis líricas; por el contrario, se elevan como claros mensajes, aderezados, como hemos dicho, por la ironía. Una de sus más espléndidas cabeceras se pliega a esta sugerente declaración: La verdad se complica. Es asimismo habitual que buena parte de sus composiciones se mantengan en un discurso metapoético:

Ahora que hay buena luz
me pongo a escribir
sin andar muy inspirado
(quizás es que no ando).
Así, últimamente rompo
más de lo debido. Pero salvo
de la quema unos cuantos
poemas amables. De esos
que se tienen a mano
para cuando llegan los amigos.


Atractivamente, la poética de Jesús Maroto desarrolla un efectivo haz de proposiciones prosaicas para configurar una muy sugerente, grata, esquiva y extraña lírica; “Noticia”: “Los fármacos más caros del mundo: la gran esperanza para frenar la pandemia. Los revolucionarios anticuerpos monoclonales, que cuestan decenas de miles de euros por paciente, se perfilan como futuro tratamiento contra el coronavirus en los países ricos.”

En dos ocasiones, en este libro, el poeta tributa a su maestro Roberto Juarroz. El poema “Con frecuencia” está encabezado por la cita juarroziana “El amor sólo es explicable por el amor”. Sus estrofas avanzan en una progresión anafórica, concebida conceptualmente en una gradual estructura que sabiamente va recogiendo vocablos anteriormente aparecidos y se concentra en sencillas y valiosas imágenes: “Con frecuencia reparo en dos o tres cosas…”, “Con frecuencia me olvido de dos o tres cosas…”, “Con frecuencia persigo dos o tres cosas…”, “Con frecuencia pierdo dos o tres cosas…”, “Con frecuencia recupero dos o tres cosas…”. Siempre en la hechura de una poesía vertical, penetrante y llena de un completo sentido, sin palabras confusas. Otro poema en prosa, “Entre los titulares se cuela un poeta”, después de su última cláusula: “Y lo más cierto: en este mismo momento, mientras escribo, alguien está muriendo”, concluye con esta explícita apostilla: “Aunque esto último ya lo dijo / Roberto Juarroz / en su excelsa Poesía Vertical.”

EL MISTERIO está de este lado del espejo.
Del otro lado todo existe.
Desde allí, por ejemplo, sale a veces una mano
que trae una lámpara encendida
para alumbrar lo que nosotros creemos que es el día.

El misterio no está ni siquiera en la superficie
que separa ambos lados del espejo,
ya que esa superficie no existe,
como no existe ninguna superficie:
sólo es una ilusión que nosotros inventamos
al mirar al revés.

El misterio está en mirar desde fuera
y no desde adentro del espejo,
desde afuera
y no desde adentro de las cosas.

Este poema es de Roberto Juarroz incluido en su Séptima poesía vertical. La reflexión vertida en él sobre los dos lados del espejo –lo que se refleja y lo reflejado- se comparte también en el alcance de la poesía de Jesús Maroto (obsérvese la anáfora); dos caras tan parecidas y tan diferentes: la poesía como sublimación de la realidad cotidiana, referencia primordial de la poética marotiana tan sagazmente manipulada en el poema. Así se da esa perfecta ecuación entre el individuo, encuadrado sólo como ciudadano, y el creador que transforma, como hemos dicho, la realidad. Ocurre en el poema “El poeta”:

Mantén en secreto
Tu identidad.

Que conozcan
al hombre.

Que se pregunten
por el poeta.


Secreto, consciencia e interrogación como claves. De nuevo surge el dilema básico: “Ni / escribiendo / se es / libre / del / todo.” Una mentirijilla, porque escribir, para nuestro poeta, es el acto absoluto, libre al máximo, donde se conjugan la sencillez y la amplitud acostumbradas por la que discurre la poesía de Jesús Maroto, aun teniendo presente la sólo aparente disolución de los efectos cuando descubrió la poesía, aunque sin olvidar sus posteriores “estragos”. “El don y la herida”:

No
recuerdo
mi primer
poema,
pero
no he olvidado
sus consecuencias.





miércoles, 3 de febrero de 2021

Escarcha en la Laguna de las Yeguas

Foto: Javier Sánchez


A Rosario y a Ana,
en recuerdo de un 
mágico paseo
 


Se entra en un mundo de blancas proposiciones / como vetas brillantes y muy útiles / para aliviar el peso de las resacas./ Sólo tenues veredas motejadas de tierra / contrastan con la escarcha / que cubre totalmente los campos / y arruga la laguna / como pálida cola de conejo.

El paisaje es un texto. / Verosímil. / Las ramillas, fonemas; / las yemas rasas, sílabas; / lexías las ramas del tronco del albo almendro-frase; / y el olivar es cláusula risueña / y en los nidos encanecida. / Y el sol no es sino luna /  
que ha vencido sobre el coñazo del tiempo / y ha logrado el translúcido resplandor / en el continuum aire-agua-barbechos-pedregal.

Pero esos perros grandes / acaban de nacer de la tierra, / son de color marrón, pardos, negruzcos. / Las cagarrutas del rebaño, / gemas que Lorenzo abatido / trata inútilmente de reverdecer.

Mientras, las blancas cigüeñas, / con sus blancos chasquidos, / saltan de uno en otro blanco poste / coronados de blancas pajas: / las cigüeñas acaban siendo niños jesuses / recién inscritos en el panteón / 
de esta excéntrica saturnal pagana.


"Por San Blas la cigüeña verás, y si no la vieres, año de nieves"


viernes, 15 de enero de 2021

“Biografía: Amo y escribo”, por Casimiro de Brito. Traducción de Amador Palacios


Casimiro de Brito


CASIMIRO DE BRITO. Poeta, novelista y aforista. Nació en el Algarve en 1938. Comenzó a publicar en 1957 y, desde entonces, ha publicado más de 70 títulos, en Portugal y en otras treinta lenguas. Ha dirigido varias revistas literarias, entre ellas los “Cuadernos del Medio Día”, con António Ramos Rosa. Estuvo ligado al movimiento “Poesía 61”. Ha ganado varios premios, nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Leopoldo Sédar Senghor de la Academia Martin Luther King y el Premio de haikus de la World Haiku Association. Fue presidente del PEN Club y de la Asociación Europea de la Poesía, de Lovaina. Incluido en más de 200 antologías en Portugal y en el Extranjero. Fue nombrado Embajador Mundial de la Paz, en Ginebra. Y agraciado con la Orden del Infante por el presidente de la República portuguesa. Su poesía completa hasta el 2000 va a ser brevemente editada por Glaciar.

(De la solapa del Livro de Eros ou as Teias do Desejo, publicado en 2020 por Razões Poéticas, siendo el primer volumen -de 1.200 fragmentos; de los primeros cien se han extraído los textos traducidos- de una extensa obra bajo el título genérico Livro de Eros, dedicado al amor)

Si se quieren conocer más traducciones de Casimiro de Brito, se puede acudir a las versiones, por mí realizadas, de sus “Haikús de amor”, publicados por la revista Odisea Cultural.

 



La muerte no existe. Todo es sexo y canto.

Eros es un monte. ¿Alto, bajo? Unos suben, otros bajan. O: unas veces ascendemos, otras veces caemos. E incluso cuando somos dos, una pareja, todavía apasionados, no subimos ni bajamos al mismo tiempo. Y este monte, que llamo Eros, carece de planicie, no hay en él un sitio de reposo, ¡un jardín de las delicias! ¿Instantes de íntimo placer? Eso sí.

Quizá yo pueda ser amigo tuyo cuando salgas de mi vida. Ahora no: te amo y quiero que me ames. Amar es dar lo que se tiene y lo que no se tiene, lo que ni siquiera se sabe que se tiene. Decimos estas cosas, más con gestos que con palabras, cuando deambulamos por los locales sagrados de Astarté, la diosa de la Luna y del Amor y nos bañamos en la cascada que lleva su nombre y donde los amantes del culto del amor se miran, hace milenios, a los ojos. Astarté fue diosa de los navegantes fenicios y corrió por el mundo de esa época en la proa de sus barcos y en sus corazones: ahora yo la traigo conmigo, y me basta mirar al cielo para sentir vuestra fertilidad y el ciclo de la muerte como algo natural.

Atento estoy como un gato a las moscas del amor que pasa.

Poligámico soy, a mi manera: ágape, filia y eros cruzándose, fundiéndose, dispersándose, maravillándome en alegría y sufrimiento.

En la montaña nevada. Estamos cansados o deseamos descansar, sentimiento indefinido de cuerpos insaciables. Ella va a la terraza y viene con las manos llenas de nieve, que derrama en mi sexo y luego en el suyo. Fuego blanco.

Te amo. Quiero decir, Déjame luchar contigo. Vencerte y ser por ti vencido.

Te amo, decimos muchas veces. En varias lenguas. Es que nosotros, los amantes, tenemos poca memoria.

El sexo es un festín; amar, una ceremonia.

Mi deseo, en el amor y en la poesía, es el mismo: aproximarme al canto y al sexo en todo lo que toco. Las palabras raramente se alejan mientras amo - o tal vez sólo cuando la muerte me vive. La pulsación erótica nunca se exilia de mis poemas, de mis aforismos, de mis ficciones, hable del más allá o de las piedras hable; siempre estarán repletas de tensión. Vienen a la cama conmigo. Mi cuerpo quiere fiesta, fiesta, más fiesta. Qué bueno haberme liberado de la monogamia.

Las manos de la mujer en el rostro del hombre, y después en los hombros; las manos del hombre en la cintura de la mujer, y después en las nalgas. Movimientos que casi dejan de serlo, pues parecen, por un momento, parados en el tiempo. Mas después vienen otros movimientos de alegría, los cuerpos se abren y se cierran en espiral, pues varios son los modos de invocar a la muerte, quien ya se aproxima. Se mueve por aquí un simulacro de religiosidad, de cosa mística, una especie de llamada de un desierto más refrescante que un oasis. Cosas afines. Pero siempre el regreso al cuerpo. Las piernas del hombre concentradas en el cristal fascinante; las piernas de la mujer, toda ella abierta, en los hombros del hombre. Resplandecen.

«Cuando él te provoque, ve tras él», dice Khalil Gibran sobre el amor. Otra cosa no hago aunque sabiendo, y dudando lo sé, que no siempre debemos arrastrar al otro a nuestra plenitud personal. Ah, pero a veces sucede que también el otro está devastado. Despedazado. Y pienso en ese corazón que vaga sobre unas montañas distantes inclinadas a un mar antiguo. Allá en lo alto, cuando estuve en la cabaña de Khalil, sólo veía el azul mediterráneo y la complacencia de los montes. El dolor aún no se había mezclado con el deseo.

Niño viejo me siento cuando amo. Olvido en esa entrega lo mucho que sé. Que no es gran cosa. Las lágrimas que surgen todas son de gratitud. ¿Niño viejo o viejo niño?

Mientras ella va al baño, frágil en su desnudez, es como si una hoguera se apagase a mi lado, en la cama.

Entro en tu casa. El lecho abierto. Y tú entras en la mía. Rejuvenezco.

Tengo un nuevo colchón que deseo probar danzando contigo en esa superficie. He abierto una botella de Oporto de 1968 y me lo voy a beber en dos copas pensando que lo bebes conmigo. Tengo frío y tú sabes bien que sólo me caliento cuando me calientas y sólo ardo cuando te amo… Cuando me meto en la cama busco el nido, ¿dónde estás?, y no puedo aconcharme sino en ti. No hallarte es solamente hallar el cuerpo del frío. Beberé contigo ese Oporto. Aquí están las copas, voy a beber por los dos. Después hablaremos cantaremos danzaremos y más de todo cuando los efluvios del vino se conviertan en presencia real.

A una amiga virgen: Una mujer sin sexo es como una copa sin vino. Es como una noche sin luna. Un mar sin peces, un lago sin ranas (el más amoroso de los animales). Es una concha vacía. Una mujer (o un hombre) sin sexo es un desvío de la Naturaleza. Una casa sin cama. Una cama, una playa sin el calor de dos cuerpos dando gracias al placer de estar vivos. Un ser sin sexo es un bicho auto-sacrificado no se sabe bien en nombre de qué. Felizmente para ti ya te apetece y eso ya es un comienzo. Sólo te falta ofrecer tu lindísima concha a quien la merezca. Disculpa por haberla yo rechazado aquel día, pero yo precisaba de una mayor convicción tuya. Porque el sexo que se ofrece es una dádiva divina, un dios que, en nosotros, irradia ya su luz más personal.

El arte de amar, sin ti, no me sirve para nada.

En el día en que dijiste “voy a dejarte” un cielo de ceniza se me vino encima. Tus palabras, pocas, “voy a dejarte porque ya hemos gastado las palabras y los gestos”. Callé. Después dije palabras confusas. Lloré, mas esta vez tu pecho me negaste. Fuiste como debías ser: fría, exacta, aunque estuvieses tan destruida como yo. Tu cuerpo era la encarnación del desastre, tus ojos un lago cansado de llorar. Y yo no lo veía. Yo no había reparado en ese toro silencioso de la discordia. Había una casa pero ya nada que casar. Dormíamos juntos pero ya no éramos un solo cuerpo. Yo esperaba mejores días pero nada hacía. Asistía inerte al desmoronarse de la casa del amor, al languidecer de los cuerpos, a tus lágrimas un poco más líquidas que las mías. Fueron días mecánicos. No oíamos la música. Y yo pensaba: mañana, tal vez mañana. Tú, no lo sé. “Voy a dejarte”, y la casa me asfixió. El cálido y blando asiento donde estaba sentado súbitamente rígido y helado. Salí a la calle. Caminé en el frío y después me metí en el coche. Corrí por la ciudad y después por los campos, dando vueltas, llorando. Ya no hacíamos el amor, tal vez mañana, tal vez yo era impotente, pensaba. Pero no hacía nada. O hacía muy poco. Acudí a médicos, que me dijeron que esto dependía también del otro. Tú, apagada. Es verdad que nunca fuiste muy ardiente. El sonido cada vez más ronco. Aceleré. Grité. Después aparqué el coche delante de la casa donde fuimos felices. Lloré paciente. Recordaba. De nuestros paseos por el barrio después de cenar. De la tranquila urgencia de amarnos. El cielo se me había caído encima. Y, de pronto, una larga y tardía erección sobrevino.

Ella: amalgama del sueño pero asimismo un espejo que me va a engullir, un péndulo encubriendo una pesadilla.

¿Seré capaz de reconstruir la gravedad religiosa del combate amoroso? La palabra, por muy poética que sea y por muy vehemente que sea, se halla incapaz de reemplazar al rumor íntimo del amor.
-Juro por el mar que te voy a amar siempre.
-Me dijiste que “siempre no existe”.
-Siempre: Mientras que a un mismo tiempo, tú me desees y yo a ti.

El amor. Una música. Una segura música desordenada. Sin pauta. Una música por siempre improvisada.

El centro del mundo eres tú, un poderoso tú que sólo existe en mi cabeza, que está en las nubes (si me aceptas) o se entierra en el suelo (si me desprecias).

Festival de Poesía en Dusseldorf. Me acuerdo de Huda, venida de Emiratos Árabes. Viene con nosotros a un bar, bebe incluso unos sorbos de vino, sonríe como si nunca hubiese usado velo. Y me mira como quien dice: No te olvides nunca de mi mirada.

Dame un poco de fuego que yo te daré un poco de agua. Me decía Myah. Pero el más apretado fuego era ella quien me lo daba.

Eros, ¿un dios? Con saludables pies de barro.