viernes, 23 de abril de 2021

Gloria de España y luz (Valle-Inclán a Toledo)

Valle-Inclán retratado por Ignacio Zuloaga


Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) escribe el libro La Lámpara maravillosa: Ejercicios espirituales cuando rondaba los 50 años. Sus trechos se originan en una serie de artículos que fueron apareciendo en Los Lunes del Imparcial desde 1912, reunidos en un volumen publicado en Madrid en 1916 y reeditado en esta misma ciudad en 1922, con prolijas y magníficas ilustraciones de José Moya del Pino.

Extraños, singulares párrafos del género del articulismo. El conjunto de La lámpara maravillosa comprende textos esotéricos, con aires religiosos, y donde hay platonismo, mucho saber hermético y ocultismo. Dos autores se citan con harta frecuencia: el alquimista Paracelso y el místico Miguel de Molinos. Sobre todo, domina el fuerte influjo de la luz: “El sol es el Logos. ¡Los infinitos caminos de amor, se abren en la clara entraña del día!” “La mente divina sella todo el conocimiento, toda la voluntad y todo el amor en una sola luz”.

También el poderoso influjo de la música. El libro se conjuga como una poética sublime y altamente armónica: “El verbo de los poetas, como el de los santos, no requiere descifrarse por gramática para mover las almas. Su esencia es el milagro musical”. Francisco Umbral, en su profuso ensayo 
Valle-Inclán. Los botines blancos de piqué, recorre la profusa producción de Valle. Al detenerse en La lámpara maravillosa“libro fundante de su poética y su mística”Umbral comenta al hilo de la cita anterior: “Valle equipara el verbo de los poetas al de los santos, y no por un sentido místico, como pudiera hacer creer el contexto de su libro, sino porque el lenguaje de la fe es irracional y Valle cree o sabe que el nivel más profundo de comunicación es siempre el irracional.”

Según el blog Libros de Cíbola: “La Lámpara Maravillosa es una guía de iniciación para los artistas, expresada mediante un lenguaje místico y esotérico. La propuesta de Valle-Inclán se adhiere al idealismo, que concibe la realidad externa como ilusoria. Para la comprensión del sentido oculto del mundo, el iniciado debe contemplar la realidad a partir del recuerdo, es decir, desde el quietismo estético. Pero el lenguaje es insuficiente para expresar el sentido oculto y eterno del Universo (porque los idiomas son el resultado de un proceso histórico), de ahí que Valle-Inclán proponga una renovación del idioma y una retórica musical, basada en el ritmo y en el tono.”


Este libro se va escribiendo a la par que su autor sufre una profunda crisis personal y profesional. Se produce su ruptura con la compañía teatral de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, en la que trabajaba su mujer, la actriz Josefina Blanco, con la que pleiteó por el divorcio hasta el final de su vida, sin resolverlo; estalla la Primera Guerra Mundial y muere su hijo Joaquín María.

En la sección “El quietismo estético”, el capítulo preliminar y el primero está ofrendado por entero a Toledo En el capítulo segundo, Valle realiza una sugestiva comparación entre Santiago de Compostela y Toledo, introduciendo que: “De todas las rancias ciudades españolas la que parece inmovilizada en un sueño de granito, inmutable y eterno, es Santiago de Compostela. La ciudad de las conchas acendra su aroma piadoso como las rosas que en las estancias cerradas exhalan al marchitarse su más delicada fragancia. Rosa mística de piedra, flor románica y tosca, como en el tiempo de las peregrinaciones, conserva una gracia ingenua de viejo latín rimado.” E incidiendo en que: “Sus piedras no exhalan esa impresión de polvo, de vejez y de muerte que exhalan las ruinas de Toledo. […] Toledo es en todos sus momentos la calavera que ríe con tres dientes sobre el infolio de un anacoreta, y dice que todo es polvo. La ciudad castellana, evocadora como una crónica, sabe de reyes y reinas, de abades y condes, de frailes inquisidores y de judíos mercaderes. En Toledo cada hora arrastró un fantasma distinto. Pero Compostela, inmovilizada en el éxtasis de los peregrinos, junta todas sus piedras en una sola evocación, y la cadena de siglos tuvo siempre en sus ecos la misma resonancia.”

En el capítulo octavo de esta misma sección -“El quietismo estético”, recordemos-, se alude al retrato del Greco del Cardenal Tavera, sito en el hospital del mismo nombre: “Una figura monástica, de ojos cavados y macerada sien”. Valle explica que “Domenico Theotocópuli parece ser que no había visto nunca á ese terrible místico, y alguien cuenta que la pintura donde le representa es una evocación hecha sobre la máscara mortuoria calcada por Alonso Berruguete. Confirmado está en papeles viejos que cuando el pintor cretense llegó á la ciudad castellana ya se cumplían treinta años desde que había pasado por el mundo el prócer cardenal Don Juan de Tavera. Pero la máscara donde la muerte con un gesto imborrable había perpetuado el gesto único, debió ser como la revelación de una estética nueva para aquel bizantino que aun llevaba en su alma los terrores del milenario y las disputas alejandrinas.”






EL QUIETISMO ESTÉTICO

Toledo es una vieja ciudad alucinante. Yo he sentido bajo sus arcos que se desmoronan el paso de la muerte, la densidad de los siglos, el fluir continuo de las horas como la arena de un reloj… Las crónicas, las leyendas, los crímenes, los sudarios, los romances, toda una vida de mil años parece que se condensa en la tela de una araña, en el huso de una vieja, en el vaivén de un candil. Sentimos cómo en el grano de polvo palpita el enigma del Tiempo. Toledo es alucinante con su poder de evocación. Bajo sus arcos poblados de resonancias se experimenta el vértigo como ante los abismos y las deducciones de la Teología. Estas piedras viejas tienen para mí el poder maravilloso del cáñamo índico, cuando dándome la ilusión de que la vida es un espejo que pasamos a lo largo del camino, me muestra en un instante los rostros entrevistos en muchos años. Toledo tiene ese poder místico. Alza las losas de los sepulcros y hace desfilar los fantasmas en una sucesión más angustiosa que la vida. La ciudad alucinante ha tenido un artista también alucinante que alumbra como un cirio de cera en esta gran penumbra de piedras góticas: Domenico Theotocópuli tiene la luz y tiene el temblor de los cirios en una procesión de encapuchados y disciplinantes. Parece estremecido por un rezo de brujas. Cuando se penetra en las iglesias donde están sus pinturas, aún escuchamos el vuelo de aquel espíritu bajo las lámparas de los altares, un vuelo misterioso y tenebroso que junta los caprichos del murciélago y la quietud estática de la Paloma Eucarística. En la penumbra de las capillas los cuadros dan una impresión calenturienta, porque todas las cosas que están en ellos han sufrido una transfiguración. Sobre los fondos de una laca veneciana y profunda están los rostros pálidos que nos miran desde una ribera muy lejana. Las manos tienen actitudes cabalísticas, algo indescifrable que enlaza un momento efímero con otro momento lleno de significación y de taumaturgia. Esta misma significación, esta misma taumaturgia, tiene el ámbito sepulcral de Toledo. En el vértigo de evocaciones que producen sus piedras carcomidas, prevalece la idea de la muerte como en el trágico y dinámico pincel de Domenico Theotocópuli.

I. TODAS LAS COSAS SE MUEVEN POR ESTAR QUIETAS, Y EL VÉRTIGO DEL TORBELLINO ES EL ÚLTIMO TRÁNSITO PARA SU QUIETUD. ATRACCIÓN ES AMOR, Y AMOR ES GRACIA EXTÁTICA.

Toledo es a modo de un sepulcro que guarda en su fondo huesos heroicos recubiertos con el sórdido jirón de la mortaja, y cuando todas sus piedras se hayan convertido en polvo, se nos aparecerá más bello, bello como un recuerdo. Toledo sólo tiene evocaciones literarias, y es tan angustioso para los ojos como lleno de encanto para la memoria. En nuestras creaciones bellas y mortales, las imágenes del mundo nunca están como los ojos las aprenden, sino como adecuaciones al recuerdo. En el recuerdo todas las cosas aparecen quietas y fuera del momento, centros en círculos de sombra. El recuerdo da a las imágenes la intensidad y la definición de unidades, al modo de una visión cíclica. El recuerdo es la alquimia que depura todas las imágenes y hace de nuestra emoción el centro de un círculo, igual al ojo del pájaro en la visión de altura. Las nociones de lugar y de tiempo se corresponden como valores del quietismo estético: El águila, cuando vuela muy alto, parece tener las alas quietas, y todas las cosas que pasaron y son recordadas quedan inmóviles en nosotros, creando la unidad de conciencia. La quietud es la suprema norma. Si purificásemos nuestras creaciones bellas y mortales de la vana solicitación de la hora que pasa, se revelarían como eternidades. Todas las imágenes del mundo son imperecederas y sólo es mudable nuestra ordenación de las unas con las otras. Con relación a lo inmutable, todo es inmutable, y el alma que sabe hacerse quieta se convierte en centro, de tal suerte que, en la relación con ella, todo queda polarizado e inmóvil. El encanto del tiempo pasado está en la quietud con que se representa en el recuerdo. Así, las viejas y deleznables ciudades castellanas son siempre más bellas recordadas que contempladas, ciudades como aquellas desaparecidas hace mil años, las que nunca hemos visto, y las mismas ciudades malditas castigadas y abrasadas por el fuego del Señor.






1 comentario: