jueves, 15 de octubre de 2020

Rescatar la memoria del poeta Alfonso Carreño



Alfonso Carreño fotografiado por Louis Bourne

                                             

Mi consorte es de Manzanares. Y muy de Manzanares. En verano estuvo vigilando unas obras y trabajos de mantenimiento que tuvieron que realizarse en la casa familiar: albañiles, pintores, fontaneros, electricistas, etc. Aprovechó para organizar los papeles sempiternos que siempre duermen luengos años como posos en las viviendas. En esas entremedias, un día me acerqué a ese espacio hogareño de antaño y vi un montón de libros rescatados. Entre ellos un ejemplar de El huésped en la materia, publicado en la decana colección poética Adonais, de la madrileña editorial Rialp, cuyo autor es Alfonso Carreño, un murciano nacido en Bullas pero unido, con fuertes lazos, a Manzanares (Ciudad Real). El libro estaba dedicado a mi suegro, Pablo Quevedo, que en paz descanse, expresando el poeta, en la dedicatoria, su envidia por ese prestigioso apellido. Ya que uno de los matices de la poética de Carreño es precisamente su quevedianismo. Pidiendo el oportuno permiso a mi consorte, tomé en préstamo, muy gustoso, el señero poemario. 

La colección poética mencionada muestra un elegante discurso; es decir, una elección léxica escogida ahormada en una sintaxis impecable, conducida muy rítmicamente y exhibida en figuras retóricas de atrayente semblante. Mucho concepto quevediano referido a la nostalgia del tiempo. En un poema del libro, lo que busca la boca del poeta es “el estremecimiento de las horas”. En otro, “cada latido suena / relojes al acecho”. En el poema “Tiempo” lo define: “Reciente padre antiguo, / albañil del olvido / que hace el día y la noche, / huésped fijo en la tumba / nómada de los rostros.” En otro lugar el poeta insiste en que “la ceremonia estricta de la vida / va desprendiendo cuerpo”, significando tiempo decadente y asociándose a esa espléndida definición de Rubén Darío: “La vida es dulce y seria”. Incluso hay un homenaje explícito a Quevedo, en la composición que se titula “Nadie me responde”; el primer hemistiquio del primer verso es “¿Qué de la vida?” y remeda el quevediano “Ah de la vida!... ¿Nadie me responde?”. Su libro Pliegos de Calatrava se abre con la cita quevediana “Miré los muros de la patria mía…”; en esta colección, quizá la más inaudita del poeta, el poeta canta religiosamente; de esta entrega Carlos Edmundo de Ory asegura, a propósito, que contiene “mucha dramaturgia litúrgica de quien no es monje, mas solemniza ritualmente su alma, su historia.” Alfonso Carreño era un gran dominador del arte combinatorio de las palabras en que consiste la poesía. Su discurso poético es ostentosamente formal, desprovisto de experimentalismos pero con una original elección léxica: “las celdas del origen”; dotado de una novedosa adjetivación: “Son los días presagio, mansedumbre / de la materia crítica, llorada / desde su seca fuente” (cursivas mías), conformando una cláusula amoldada en la mayor sugerencia verbal.

Desde la publicación de Huésped en la materia, Alfonso Carreño alcanzó un cierto reconocimiento. Hoy es un escritor olvidado. Aunque él desdeñó promocionarse y se negó a inmiscuirse sistemáticamente en los cenáculos literarios, dio, sin embargo, algunos recitales poéticos y conferencias (en Francia, participó en el festival literario “Le Feu des Mots”, celebrado en la sede de la Unesco, en París), y en el año de aparición del periódico El País publicó, como crítico, reseñas de libros poéticos, entre ellos Sepulcro en Tarquinia de Antonio Colinas. Ejerció también la crítica gastronómica, siendo miembro del Club de Gourmets. Parte de su obra está traducida al francés, al inglés y al rumano. Fue gran amigo de acreditados poetas, como Carlos Edmundo de Ory, quien prologó una antología póstuma suya, Carlos Bousoño, Claudio Rodríguez, Justo Jorge Padrón, el poeta norteamericano Louis Bourne, que gestionó las publicaciones tras su muerte, Rafael Pérez Estrada, Amparo Amorós o Antonio Domínguez Rey. Ory dijo de él que era un místico de la vida; Bousoño lo definió como un poeta de sensualidad erótica, y Claudio Rodríguez destacó, misterioso y contradictorio, el carácter de su poesía. Hasta Huésped en la materia (1979) había publicado solamente Elegía para mí mismo (1955) y Horma (1962). Horizonte en el tiempo (1964) sigue inédito. Estas primeras entregas están ofrecidas, en un gran porcentaje, a la rima, décimas y sonetos. Después, hasta su muerte, Pliegos de Calatrava (1986), presentando esta íntima y ceñida epopeya en el fastuoso castillo del mismo nombre, y Réquiem por Javier Serrano (1987), un amigo de siempre, contertulio del temprano grupo Rey David. Tras su fallecimiento, acaecido en 1988, se publicaron nada menos que cinco títulos más: La deshora del alba (1989), Dormitorio de cosechas (1990) –una compilación de cuatro libros: Equivalencias, Zahorí entre insomnios, Texto del tiempo y Efímeros del alba-, El tránsito en su huella (1999), Envers de l’Enfance (2002), una pequeña antología poética aparecida en París, y 101 poemas. Una antología (2009). Encomiable fue la labor de la Asociación Amigos de Alfonso Carreño desarrollando su entusiasmo en dar a conocer la interesante producción poética de Carreño.

Nacido en 1932, su creación poética, sobre todo a partir de Huésped en la materia comparte los mismos presupuestos que el Grupo Poético del 50, defendiendo la poesía como un asunto preponderante de conocimiento y no de incuestionable comunicación. Son muy interesantes y clarificadoras, a este respecto, las palabras de José Corredor-Matheos, un poeta nacido en 1929, aún vivo, situado, como Carreño, en el mismo ámbito y los mismos postulados: “La poesía no se escribe para ser comunicada: resulta fatalmente comunicada, que es otra cosa, y circula por los conductos que hacen posible esa comunicación. La poesía no es información, como alguien tendrá tentación de decir. La poesía empieza donde la comunicación y la información acaban: donde todo acaba.” (De “Sobre lo que no es poesía”).

Alfonso Carreño nació en Bullas (Murcia). Inició estudios de derecho en las universidades de Madrid y Granada. Se casó, en octubre de 1961, con la alemana Jutta Müther, de quien después se separó, y tuvo dos hijos, Mencía y Fabio. Pudo viajar al extranjero, cosa que poca gente en una determinada época podía hacer, como por ejemplo ir a Nueva York. De joven tuvo oficios esporádicos: cantante callejero en la Costa Azul, camarero en París, obrero en Colonia…, pero de un modo estable ganó su sustento como un agricultor acomodado, aunque padeció serios problemas financieros. Luis Miquel detalla gravemente que llegó a ser un “labrador al borde del colapso económico, devorado por las deudas, incapaz de frenar la merma de su patrimonio, consciente de su radical competencia administrativa, sabedor del fracaso de sus fantásticas iniciativas redentoras para devolver la fertilidad a su reseca tierra”. Llevaba campos de labor en Murcia y en Manzanares, pues su madre era manchega, con un apellido muy habitual en la villa manzanareña: González-Calero. Falleció en Murcia el 24 de agosto de 1988. Como afirma Miquel, “malamente, casi por casualidad, solo y a sabiendas, en una imbécil clínica de provincias”. Fatalmente, al parecer, eligió para curarse un hospital de ricos, privado, pero que estaba falto de un eficaz instrumental y metodología. Si se hubiese dirigido a un hospital del pueblo, de la Seguridad Social, seguro que se hubiese salvado. Vivía a caballo entre Murcia y La Mancha, recalando asimismo con mucha frecuencia en Madrid, donde poseía un piso en la calle Núñez de Balboa.

En el prólogo a la edición de Envers de l’Enfance, Martine Noël señala que Alfonso Carreño “no pertenece a ninguna escuela y escribe una poesía profundamente arraigada en su experiencia vital”, subrayando: “En su poesía se reconocen el campo, el vocabulario de la tierra, la sequedad del clima, las tierras áridas, las viñas, las extensiones desérticas de esas dos regiones [La Mancha y el murciano campo lorquino]”. Lo refleja esta estrofa cargada de alusivos términos: “Absorta luz de agosto / sesteaba penumbras en las trojes / cuando la piel del cereal pronuncia / hazas de lengua ausente / en quien los años pensativos trillan / parvas de siglo lento”. Incluso estos términos agrarios en ocasiones se ubican en diferentes contextos: “La noche horada cimbras de caderas y vino, / sobre los liegos de la sed y apaga / rastrojeras de luz en vacilantes / filamentos segados por el alba.” Su creación cuenta con una décima, "La Mancha productiva" que deliciosamente aborda el tema: 

"Rasgando la vertedera  
la rojiza tierra, sabe  
que en áspero liego es suave  
quebrantadora de espera.  
Quehaceres dará en la era  
 la bodega y el molino,  
-por pan, por aceite y vino-.  
(Ningún lujo te enmaraña  
terso estómago de España  
proyectado a lo divino)." 

En Manzanares hacía mucha vida social, frecuentando ambientes diversos, desde el grupo de pintores y escritores manzanareños hasta los aficionados taurinos, pues él también lo era, y mucho; pasando por reunirse con gente menestral, tildados, con ironía, como “industriales”, entre ellos mi suegro, empleado de banca; con ellos se juntaba en varios bares, entre ellos La Favorita, en su finca El Marañón o en algún local del castizo y simpático empresario Pedro Almarcha. Además, con su hermano Paco fue propietario de un hostal-cafetería, Residencia Manzanares, situado en el solar de unas huertas de la madre frente al Parador Nacional de Turismo. Con los artistas se relacionó mucho. Se trataba muy frecuentemente con los artistas José Legassa (acompañados por la mujer de Legassa, Mamen Alba) –un poema suyo se titula “Legassa se contempla en el espejo”-, Juan Sánchez (a quien dedica el poema “Rembrandt me mira”, del libro La deshora del alba) y Antonio López Mozos; con los fundadores del grupo Lazarillo, en especial con Roberto Muñoz; con los poetas Teo Serna y Federico Gallego Ripoll. De algún modo apadrinó el grupo literario Azuer, comandado por Antonio García de Dionisio, desde 1978, cuando este grupo se instauró. Con todos ellos compartió muchos momentos, bien en casa del pintor Legassa, bien, mayormente, en el bar La Perdiz Roja.

Siempre los bares como punto de encuentro. Luego de verse con la peña taurina de Manzanares, cumpliendo los debidos homenajes a Ignacio Sánchez Mejías en la plaza donde le cogió el toro de manera fatal, todos alegremente celebraban en el bar Lucas, en la calle principal de Manzanares, la calle Empedrada, el estar felizmente congregados. Carreño, muy afín, como hemos dicho, a la tauromaquia, admirador de Manolete y Antonio Ordóñez, llevó en 1968 a Gerardo Diego y José María de Cossío a Manzanares para, en su plaza, conmemorar la muerte del torero; el poeta del 27 leyó su poema “Presencia de Ignacio”, después de leídos los célebres textos de Lorca y Alberti. Carreño impulsó, año tras año, las actuaciones conmemorativas en el coso, aconsejando, empero, que el homenaje a Sánchez Mejías saliese de la plaza de toros, sobre todo para que los jóvenes pudiesen acercarse justamente a la figura del diestro-literato, autor de obras teatrales y algunos poemas y artículos (puede verse mi artículo “Méritos de Ignacio Sánchez Mejías, gran torero y activo intelectual”, publicado en la revista digital FronteraD). 

Más bares. También asistía mucho a un local “manzagato” de solera, bautizado con este nombre supraliterario: Macondo. Alfonso Carreño era un buen bebedor: le gustaba mucho el vino, y otros licores, y también las mujeres. El poeta mantuvo una distendida charla con su amigo Manuel Rodríguez Mazarro y publicada al cabo del tiempo en el monográfico que, al morir, le dedicó la revista Siembra, portavoz de las parroquias de Manzanares pero el más eficaz medio informativo del pueblo (otro sentido homenaje se le brindó en Madrid, en el Instituto de Cultura Hispánica el 15 de noviembre de 1988, con la participación de Bousoño y Claudio Rodríguez; ese instituto era muy frecuentado por Carreño). Pues bien, en ese número de Siembra, Carreño hace una declaración que hoy no sería muy correcta, al replicar a la cuestión planteada por su compinche: “Te acusan de que eres un mujeriego, ¡vamos!, que siempre andas de ‘chasca’”: “Sinceramente me gustan las mujeres, no para verlas tan sólo, sino para usarlas y gozarlas. Es comparable al vino y la buena comida.” Tópicos del momento… Pues bien, en el bar Macondo se encontraba a sus anchas. Servido por Agustín, su ya legendario dueño, y rodeado de jovencísimas y lozanas chicas manchegas. A otro mesón de Manzanares, ya desaparecido, Quitapenas, llevó Alfonso Carreño a su amigo Claudio Rodríguez para que ofreciese un recital poético. Federico Gallego Ripoll me cuenta: “Yo conocí a Claudio en ese momento, que me trató con mucha deferencia gracias a Alfonso. (Luego lo reencontré en Toledo, en aquella velada histórica de 1986 en que acabamos en tu casa). A ambos, Claudio y Alfonso, les debo la primera (y creo que única, pues escarmenté) borrachera de mi vida.” Y agrega Federico que grandemente se embriagó con ese vino Pálido elaborado por la marca Yuntero. Riquísimo.

Alfonso Carreño tenía dos casas en la Mancha cuando allí establecía su residencia: una en Manzanares en la calle Monjas, cuyo trazado es tal vez el más auténtico y genuino de la villa, y otra en la explotación que comprendía su finca El Marañón, a unos quilómetros del pueblo, en dirección a la Sierra de Siles, también llamada Sierra Pelada o, precisamente, Sierra de Manzanares. Allí reunió a gente de diverso pelaje. Gallego Ripoll refiere que en la lejana fecha de diciembre de 1972 con el pintor y escultor Juan Sánchez fue a El Marañón para ayudarle a reordenar su biblioteca. Sabe la fecha porque Carreño le regaló una Antología de Rilke (una de las potentes fuentes de la poética de Carreño) y fechó la dedicatoria. Una escultura de Juan Sánchez se encuentra ubicada en uno de los patios del IES Pedro Álvarez Sotomayor de Manzanares. Hubo cierta polémica para situarla, pues en principio iba a estar instalada en la Casa de Cultura, cosa que no cuajó por reparos del consistorio; lo cierto es que Carreño escribió artículos críticos en contra del poder municipal. En 1985, Federico Gallego Ripoll fue nombrado Sembrador del Año, galardón que por primera vez concedía la revista Siembra a destacados manzanareños. En el acto de entrega, Carreño hizo la glosa del galardonado.

Por encima de su empeño por hacer productivas sus tierras, por encima su afición al jugo báquico, por encima de la amistad, del amor o el sexo, siempre estaba presente, con mucha fuerza, su abnegación poética, mostrando un cuidado exquisito por el ritmo, el léxico, la sintaxis y ese supremo factor sorpresivo que engloba la dicción del poema. Como leemos en una nota a la edición de una de sus publicaciones, “su creación poética fluía como un continuo con su vida”. Acostumbraba con insistencia, en el curso de su fructífera conversación, debatir el fenómeno poético. En sus encuentros con Teo Serna, éste, muy joven, quería dejarse ver como muy moderno, abogando por movimientos como el dadaísmo y otras vanguardias; entonces Carreño le replicaba defendiendo la pulcritud formal del quehacer poético. El sobrino de Alfonso Carreño, Francisco Carreño Espinosa, estudioso de la poesía de su tío, afirma con sumo acierto que “hablar, para Alfonso Carreño, es ser”. Esto quiere decir ser hombre. Porque el hombre, en sus actos consuetudinarios, se porta como un animal más: come, bebe, fornica, fuma como un mono, corre como un perro, clama como un pájaro. Pero lo sustantivo del ser humano es el habla, la emisión de un lenguaje articulado generado por el pensamiento, capacidad que sólo poseen las personas. Y como la poesía no deja de ser habla, si bien un habla especial mas que utiliza la misma materia del diálogo coloquial, el poeta, al elaborar el poema, se hace absoluto ser, es, definido en un máximo grado filosófico.

Nuestro poeta quiso que esa habla que conformaba su poesía se manifestase elevada y original, utilizando una técnica que consistiese en deformar la “apacible imagen de lo dado”, reforzando la existencia de una notable oposición semántica. Ya en el primer poema de su primer libro, de 1955, Elegía para mí mismo, dos versos, dinámica e imaginativa imagen del existir, dan la clave de esto: “Vivir así, quemado por la huída, / navegando la nave de los ecos”. En los vocablos que pongo en cursiva se deforma la atribución convencional a la vez que se conservan semas ciertos, por muy distantes que se sitúen en el campo semántico. Así, su mensaje suaviza un posible hermetismo poético trasmitido al lector; lector que asume tranquilamente esos presumibles oscuros significados. Una diáfana certidumbre que Alfonso Carreño siempre sostuvo es que “el primer y más cualificado receptor de la emoción contenida en el poema es el autor”, consciente de que el autor, aun siendo el primer lector, es, sin embargo, un lector más. Con todo, hermético en palpable sumo grado es el soneto “Guión”, barroco y culterano, ensalzando la primorosa elección del léxico y el rotundo y definitivo resultado del mejor sonido: 

"Mi cuerpo está indrogable y manuscrito  
al pie de un árbol técnico y tranvías.  
Copas de luz trascienden las manías  
desmanteladas del amor prescrito.  

Resuelve lentamente lo maldito  
su plenitud en cópulas baldías  
y, apresuradamente, rebeldías  
desemparejan al tesón contrito.  

Sañudos crisantemos perfumaron  
de aire letal el trance de la sombra  
con pestilencia iluminada en fines.  

Y las salivas se regocijaron  
sobre una lucidez que desalfombra  
la maquinaria bruja de los fines."

La Biblioteca de Autores Manchegos, de la Diputación de Ciudad Real, y en su cuidada colección “Ojo de Pez”, publicó en 1999 el libro de Alfonso Carreño El tránsito en su huella, la colección poética en que estaba enfangado antes de morir, sin tenerla totalmente cerrada. La edición, de algún modo una reconstrucción del libro para la edición, fue preparada por la asociación Amigos de Alfonso Carreño, al igual que La Deshora del alba y el libro de libros Dormitorio de cosechas. Antes del texto, tras el profundo estudio de su sobrino, antes citado, se abre un apunte firmado por Chema de Celis, con un párrafo inicial sumamente aclarador:

“Alfonso Carreño murió joven, con sólo 56 años, y fue la suya una muerte por sorpresa: nadie hubiera sospechado unas semanas antes de su fallecimiento que aquel hombre lleno de vitalidad tenía los días contados. El tránsito en su huella debe contemplarse, pues, no como el último libro de un poeta que ya ha recorrido todo su itinerario creador, sino como una muestra de la evolución que estaba experimentando un poeta que aún deambulaba con fuerza por su madurez artística y en las que pueden rastrearse no sólo ciertas constantes que habían acompañado hasta ese momento su elaboración artística, sino también las nuevas formas que iban abriéndose camino en su quehacer y que hubieran probablemente cuajado en nuevos modos y maneras carreñianos.”

Uno de los recursos de este libro es esgrimir metáforas desarrolladas, en triste reflexión, como una especie de descripción de paisajes desolados por una hazaña bélica: “Hace frío en la calle y bombardean / los siglos con su asco / mi piel de aquí, junto a la chimenea / y el humo del olvido. ¿Quién devuelve / a los padecimientos la sonrisa / de antes del infortunio?”. Hay sintagmas dotados de un tremendo contraste o paradoja: “Con pájaros de tierra”. O sucesiones sabiamente pautadas: recorre su curso el tiempo hacia la muerte (“La cama de la muerte está entreabierta”, primer verso), con atributos de vida (“con el embozo limpio”, segundo verso), saldando todo el proceso en inmovilidad (“en los muñones pétreos de su alcurnia”, tercer verso).

La obra poética de Alfonso Carreño fecundamente exhibe un ideal poético desarrollado, como intermitentes señales inequívocas, en secuencias estróficas sumamente musicales que portan tajantes mensajes garantizados con un significado dificultosamente asimilable, como es el caso de este ejemplo de La deshora del alba: “Animales mayores / ilustramos la vida / rumiándonos la hierba / pisada de los ojos.” Entrar en la poesía de Carreño, de una manera sucinta pero muy competente y provechosa, lo sirve bien el último libro publicado: 101 poemas. Una antología, editado en Murcia por Tres Fronteras Ediciones en abril de 2009. Lleva un jugoso prólogo de Carlos Edmundo de Ory, que reproduce suculentos párrafos epistolares, vierte precisos juicios sobre los “versos fuertes, metáforas, paranomasias, símbolos” de Alfonso: “Tu poesía se centra en el círculo máximo de la expresión patética, el plañido manriqueño”, a la vez que hace crónica del encuentro amistoso:

“Las fechas cantan. El 16 de febrero de 1980 recibo un correo insospechado. Un sobre blanco, ni grande ni pequeño, vía aérea, cinco sellos de colores –cuatro del rey de España y uno de Antonio Machado-, va dirigido a mi casa de entonces, 545 rue Saint Fuscien, 80000 AMIENS, Francia. Remite: Alfonso Carreño, c/ Virgen María, 5, Madrid 7. Contiene un libro acompañado de una tarjeta de visita, con el nombre impreso del expedidor. Leo unas palabras manuscritas en tinta azul: Querido Ory: por si tiene a bien acusar recibo de mi Huésped en la materia aquí van mis señas. Le saluda Alfonso Carreño 11.2.80.”

Carreño le visita en su casa, su “cabaña”, como Ory la llama. Le visita, escribe el poeta gaditano, fundador del Postismo, en su diario, “un amigo bueno, y además poeta bueno”. Con él recorre los campos de Picardía y estuvieron juntos durante unos días en París, en marzo de 1983. Ese mismo año, en septiembre, se vuelven a encontrar en la finca El Mingrano, en el campo lorquino, estando presente Louis Bourne: "Alfonso baja a la bodega y nos trae los mejores vinos. Disfrutamos la amistad en franca compañía y se oye su risa homérica, una copa en la mano. Nos ofrece la fiesta de su ser generoso." Carlos Edmundo de Ory define la poesía de Alfonso Carreño como un haz de soliloquios hamletianos y melancolías tanáticas. Una poesía que es “un vendaval de habla preciosa, sonora como un tambor.” La edición, y selección, de 101 poemas. Una antología se debe al meritorio, acostumbrado y metódico esfuerzo de los Amigos de Alfonso Carreño, grupo compuesto por Louis Bourne, Francisco Carreño Espinosa, José María de Celis, Antonio Domínguez Rey, Juan Carlos Fernández de Aránguiz y Luis Miquel.

Alfonso Carreño traza su autorretrato sumamente acumulativo, elevado como un rimero en un ocaso disonante y que con su sonora manifestación siempre está presto a desvanecerse y convertirse en el sutil concepto del verso más alígero: “Alfonso Carreño, insomne, acosado por problemas económicos, hipertenso, sensual, bebedor de vinos, fornicador, perezoso, señor de tierras pobres y hermosas, expresivo de su alma, bocazas, bruñidor de versos, tocón, besador, copioso, diletante, sentimental, desordenado, vanidoso, indeciso, permeable a cualquier influencia, entusiasta, generoso, olvidadizo, queredor, amante, sosegado, colérico, ácrata, irreverente, orgulloso, asocial, fecundo, risueño, enamoradizo, vicioso, imaginativo, imprudente, lacrimoso, rebelde a la costumbre pero instalado en ella, curioso, sediento, propenso al entusiasmo, hipersensible, paternal, cansado, nómada de pequeñas geografías, desorbitado, glotón y gravitante.”

Quiero mostrar mi sincero agradecimiento a los hermanos Ángela y Antonio Quevedo, a los poetas Federico Gallego Ripoll y Teo Serna, a la profesora Esther Almarcha y a Juana de Juan Carreño, sobrina del poeta, por las valiosas informaciones de primera mano sobre Alfonso Carreño que, participando de mi entusiasmo, me han proporcionado.


"Homenaje a Alfonso Carreño", escultura de Juan Sánchez
sita en el IES Pedro Álvarez Sotomayor de Manzanares.