jueves, 18 de junio de 2020

Un epitafio aragonés, uno gallego y otros latinos




Lo supe durante el transcurso de una velada cálida y jaranera celebrada en la terraza del bar Peña de Litago mientras discurría una de las últimas ediciones del Festival Internacional de Poesía Moncayo, organizado por la impagable Trinidad Ruiz Marcellán, fundadora de la ya legendaria editorial aragonesa de poesía Olifante. Era una noche calurosa a los pies del gran monte; en ese momento, un grupo lo trepaba con linternas. Haciendo corro a cócteles, cortezas, se encontraban -entre otros afines- Reyes y David, directores de las vistosas Ediciones Pregunta de Zaragoza; Manuel Martínez Forega, Agustín Porras, José Ángel García, Luis Tamarit; Antón Castro, Columna Villarroya... Al día siguiente, todos tributaríamos en Veruela.

Lo contó Trinidad y lo corroboró Ángel Guinda, esgrimiendo el gracejo socarrón exhalado desde la cantarina habla mañica, tan acusada en ambos: Un habitante del pequeño pueblo de Litago se quejaba de insistentes molestias, anunciando que pronto fenecería, no haciéndole nadie mucho caso en su entorno familiar. El buen señor redactó una breve y certera frase y metió el papelito en un sobre que dio a sus allegados para que lo abriesen después de su óbito. Y hoy la leyenda luce, oronda, en el cementerio de Litago: YA DECÍA YO QUE ESTABA MALO.¡Mañico hombre preclaro! No hay que olvidar que la voz "maño" se sitúa, etimológicamente, en un sentido irónico del vocablo latino "magnus".


Última hora. Noticia de alcance. Mi viejo amigo el escritor y periodista gallego Francisco López-Barxas me comunica que en el camposanto de su pueblo orensano se lee, en una ostensible lápida frontal, la siguiente inscripción que exhibe un muy palmario doble sentido: AQUÍ YACE MI ESPOSA ANGELINA, TAN FRÍA COMO SIEMPRE...

Porque un muy atrayente mérito literario (ay, tan inusual) del epitafio viene de su ironía, la marcada distancia entre dos realidades adversas, la de la muerte y la de la vida. No conozco mejor definición de la ironía que la de Fernando Pessoa: “La esencia de la ironía consiste en no poder descubrirse el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras, deduciéndose, sin embargo, ese segundo sentido , del hecho de ser imposible que el texto deba decir aquello que dice.” (La traducción al español es del gran poeta y lusitanista Ángel Crespo).

Los romanos se enrollaban mucho en sus epitafios. En las tumbas, el cincel adquiría claro protagonismo. A los romanos les placía resumir su vida, y sobre todo su oficio, en esas inscripciones póstumas. A los lados de la aún bien asentada Vía Apia, saliendo de la misma Roma, pueden apreciarse aún estas inscripciones. Así rezaba el epitafio de un pobre inquilino de una de esas frágiles insulae (endebles edificios como serían hoy toscos bloques) de la ciudad del Tíber: YA NO ME PREOCUPA MORIR DE HAMBRE. ME HE LIBERADO DE MIS DOLORIDAS PIERNAS Y DE CONSEGUIR UN DEPÓSITO PARA EL ALQUILER. DISFRUTO DE COMIDA Y ALOJAMIENTO GRATIS POR TODA LA ETERNIDAD. Lo cita Mary Beard en uno de sus entretenidos libros sobre la historia de Roma.

El que más se entusiasmó, en este sentido, fue el emperador Augusto, extendiéndose sobremanera en el monumental Ara Pacis que ideó para que su memoria, ampulosamente, perdurase.

Otra tumba romana quita hierro al asunto: NO EXISTÍA. HE EXISTIDO. YA NO EXISTO. ¿QUÉ IMPORTANCIA TIENE? Ya que los romanos, paganos, no creían en una vida eterna tal como los cristianos luego la concibieron. Pensaban solamente que las almas se introducen en un infierno sin valoración moral, donde las sombras de lo que fueron se ocultan en un ámbito subterráneo hollando a disgusto un despreciable fango.

Pero mi epitafio preferido es uno que proviene de la desdichada Pompeya, de un afortunado que se ahorró el gran desastre de la erupción del Vesubio. Es una cabal expresión sintética, económica al cien por cien y que no puede ser más atinada: QUOD FUERAM NON SUM = LO QUE YO HE SIDO YA NO SOY.

sábado, 13 de junio de 2020

Un par de anotaciones sicilianas

Vista aérea desde Erice

Erice

La actual Erice es la depravación, descarada e infame, de un pasado que no pudo sostener, perpetuándolo, la erigida belleza de sutiles razones, delicadas e inamovibles.

Ciertas solemnidades se implantaron a la caída de ese Imperio. Y aquellas sugerentes columnas espigadas dieron paso a compactos muros, impenetrables y almenados.

Luego las calles fueron insolentemente empedradas. Sólo quedó la noble y acogedora umbría de un jardín recoleto y las incomparables vistas circundantes.

Hoy la coyuntura está salpicada de restaurantes con mobiliario de metacrilato. Y un parquímetro obligatorio donde el precio de la primera hora de estacionamiento sube, con lironda desfachatez, a dos euros.

Y ni rastro de Anquises.


San Liberale de Trapani

San Liberale dicen que fue centurión o algo parecido y que además fue liberado del pecado del paganismo, siendo primero mártir, luego santo. 

Hoy disfruta de una sosegada y amable madurez eterna, renovada jubilación, merodeando en los alrededores de su modesta iglesia; sin embargo, para siempre ya mora con la dichosa calma de un sencillo pagano de la decadencia.

Ahora fuma en pretiles, en los bancos del paseo del puerto, con la rubia mozuela de la trattoria. Se protege en invierno de la brisa marítima con chaqueta de pana. Y da algunas patadas al balón de unos niños.

Es visible para los niños, la camarera de la trattoria y alguna que otra aura sensible. E invisible para el turista, los profesores que viven en Erice y el párroco de la chiesa di San Liberale.

Se pasa densas horas cabizbajo en una esquina de esa tosca cabañita eclesial leyendo El guardador de rebaños en un viejo ejemplar.


Muy atinado, San Liberale también cree que, así como Alberto Caeiro alababa el río de su aldea por encima del renombrado Tejo, para él, asimismo, las modestas olas que, monótonas, lamen el espigón de Trapani, superan en candor todo el prestigio del Tirreno.


(Fotos: Rosario Quevedo)

Iglesia de San Liberale en Trapani

martes, 9 de junio de 2020

Tiempo: ángel caído de la eternidad

Poema visual de Teo Serna

Al poner el primer pañal a 2020, ¿cómo podíamos imaginar todo lo que  nos iba a caer en un par de meses? Podría habérsenos pasado por la cabeza cualquier cosa, una confrontación nuclear incluso; pero ¿esto?  “¡Feliz año! ¡Feliz año!”, repetía la expresión, incansable, después de haber sonado las campanas. “¡Feliz engaño! ¡Feliz engaño!”, hubiera sido un soniquete más cabal, pues la primera expresión verbal del deseo viene escamoteada; ya que seguro que se está seguro de que el año entrante  ̶ dado el agravamiento de las cosas (a lo que se añade la lejana epidemia convertida en impensable pandemia) ̶  será más desdichado que el saliente. El obligado augurio se podría haber formulado con este guiño irónico: “Imaginemos que el año nuevo no sea tan malo como imaginamos.”

Cuando después del devaneo inicial, sospechando lo que no creíamos creer, se activaron las alarmas, un peculiar carácter del tiempo imperó, se enseñoreó del ambiente, saliéndose de su fluidez acompasada que participa sin notarse en la infinidad de actos realizados. En esta ocasión, pasó a ser un ente turbio, por lo tanto espeso, por lo tanto tangible (casi la única negra realidad poseída). La cotidianidad equivalía, insistente (aún de alguna manera lo hace), a tiempo incierto, a futuro desprovisto, a pasado irreconocible, a presente gastado y soso que ha dejado de apoyarse vivíficamente en esas dos salvíficas muletas. Sólo el consuelo llegaba, sigue llegando, pues endeble es aún la diversión permitida, de la contemplación (que no precisa temporalidad) de la Naturaleza, del ejercicio en la lectura o la visión de la pantalla, artes que escamotean el tiempo presente velándolo con el antes y el después. 

La existencia se debe, más que a la compleja, resuelta e inalterable química vital, al estatuto indoblegable del tiempo. Y eso que el tiempo no fue un ente sempiterno, estatuido desde el principio del Universo, sino un ángel caído de la eternidad, según el neoplatónico Plotino; caído por la apetencia voluptuosa del alma, que requería de tiempo para plenamente satisfacerse. Sin tiempo, entonces, no habría palpitación de vida, pues sin tiempo no existiría sucesión, movimiento; indispensables en el transcurso vital. Sin tiempo tampoco existiría el coronavirus. ¿Sólo la eternidad es concebible sin movimiento? ¿O habrá que pensar quizá que la eternidad cunde en una inmensa ráfaga inacabable de tiempo?

Hace poco acabé de releer La Montaña Mágica. Ya el propio Thomas Mann recomienda la relectura de su copiosa novela para comprender del todo su rico mensaje. Thomas Mann, el mejor novelista del siglo XX. La Montaña Mágica, la mejor novela de ese siglo, donde cabe todo: magníficas descripciones, consuetudinarias y oníricas, sabrosas reflexiones incesantes… Máxima novela del tiempo; su intrínseco discurso dilucida apuntando al tiempo. Un egregio producto de narración sabiamente administrada.

A través de uno de sus personajes, en La Montaña Mágica se afirma que el sentimiento tiene un carácter divino. Una cosa es sentir y otra pensar. No es más sabio pensar que sentir. La Naturaleza no piensa, sólo siente y, sin embargo, nada la supera en sabiduría. Un buen amigo mío me escribió en la cuarentena enarbolando esta aforística definición de Gaston Bachelard: «La poesía es un alma inaugurando una forma». Yo le respondí enrollándome con el tajante dictamen de Ferdinand de Saussure, en el que el ilustre lingüista afirmaba que «la lengua siempre es forma, no sustancia». Los elementos significante y significado del signo lingüístico pertenecen ambos a la forma. El pensamiento, constituido por palabras, por lenguaje, es enteramente formal. Sin embargo la sensación se orienta a la sustancia. El fallo pitagórico sentencia que el número domina al flujo. Lo concreto sobre lo abstracto. El pensamiento sobre la sensación. La forma, en definitiva, sobre la sustancia.

En el dilema «pensar versus sentir» se halla este verso de Fernando Pessoa: «Lo que en mí siente está pensando», que refleja esa inclinación humana de tender casi siempre a transformar la sensación en pensamiento. El pensamiento es estático, atormentando con frecuencia su capital ejercicio: el reflexionar. La sensación, por el contrario, es dinámica; es más, alígera. Y cuando el pensamiento artístico propende a la imaginación (su más alta ejecutoria), el componente principal para llevarla a cabo es la sensación.

En cierta ocasión le preguntaron a Gregorio Marañón que de dónde sacaba el tiempo para hacer tantas cosas. A lo que el eminente escritor y médico respondió: “Yo soy un trapero del tiempo”, lo que significaba que él aprovechaba al máximo esos minutos tomados por despreciables en la ganga de la trapería temporal.


Sólo el hombre piensa; ese producto humano, exclusivamente humano, el pensamiento, tiene su lado noble, mas también su faz perversa: tanto el arte, la literatura, como el engaño conviven en el pensamiento, que es capaz de generar las cosas más hermosas junto a las más viles. El sentimiento inocente, en el hombre, se puede convertir fácilmente en pensamiento, siempre ambiguo, siempre engañoso. Dios no piensa, o no debe pensar, porque si lo hiciese tendría tendencia a ser un tipo malo e incurriría en maldad, como nosotros. Pues para nosotros el pensamiento se basa en el lenguaje, se piensa con palabras. Eso es lo malo, lo falso. Quizá Dios pueda pensar de otra forma y su capacidad creativa pueda lograr unos límites más puros que los nuestros. De ahí que Logos, lo que existía sólo en un principio, se pueda traducir cabalmente, no como Verbo, como simple palabra, sino como la genuina Mente Pensante de Dios.