Al poner el primer pañal a 2020, ¿cómo
podíamos imaginar todo lo que nos iba a caer en un par de meses? Podría
habérsenos pasado por la cabeza cualquier cosa, una confrontación nuclear
incluso; pero ¿esto? “¡Feliz año! ¡Feliz año!”, repetía la
expresión, incansable, después de haber sonado las campanas. “¡Feliz engaño!
¡Feliz engaño!”, hubiera sido un soniquete más cabal, pues la primera expresión
verbal del deseo viene escamoteada; ya que seguro que se está seguro de que el
año entrante ̶ dado el agravamiento de las cosas (a lo que se añade
la lejana epidemia convertida en impensable pandemia) ̶ será más
desdichado que el saliente. El obligado augurio se podría haber formulado con
este guiño irónico: “Imaginemos que el año nuevo no sea tan malo como
imaginamos.”
Cuando después del devaneo inicial,
sospechando lo que no creíamos creer, se activaron las alarmas, un peculiar
carácter del tiempo imperó, se enseñoreó del ambiente, saliéndose de su fluidez
acompasada que participa sin notarse en la infinidad de actos realizados. En
esta ocasión, pasó a ser un ente turbio, por lo tanto espeso, por lo tanto
tangible (casi la única negra realidad poseída). La cotidianidad equivalía,
insistente (aún de alguna manera lo hace), a tiempo incierto, a futuro
desprovisto, a pasado irreconocible, a presente gastado y soso que ha dejado de
apoyarse vivíficamente en esas dos salvíficas muletas. Sólo el consuelo
llegaba, sigue llegando, pues endeble es aún la diversión permitida, de la
contemplación (que no precisa temporalidad) de la Naturaleza, del ejercicio en
la lectura o la visión de la pantalla, artes que escamotean el tiempo presente
velándolo con el antes y el después.
La existencia se debe, más que
a la compleja, resuelta e inalterable química vital, al estatuto indoblegable
del tiempo. Y eso que el tiempo no fue un ente sempiterno, estatuido desde el
principio del Universo, sino un ángel caído de la eternidad, según el
neoplatónico Plotino; caído por la apetencia voluptuosa del alma, que requería
de tiempo para plenamente satisfacerse. Sin tiempo, entonces, no habría
palpitación de vida, pues sin tiempo no existiría sucesión, movimiento;
indispensables en el transcurso vital. Sin tiempo tampoco existiría el coronavirus.
¿Sólo la eternidad es concebible sin movimiento? ¿O habrá que pensar quizá que
la eternidad cunde en una inmensa ráfaga inacabable de tiempo?
Hace poco acabé de releer La Montaña Mágica. Ya el propio Thomas Mann recomienda la relectura de su copiosa novela para comprender del todo su rico mensaje. Thomas Mann, el mejor novelista del siglo XX. La Montaña Mágica, la mejor novela de ese siglo, donde cabe todo: magníficas descripciones, consuetudinarias y oníricas, sabrosas reflexiones incesantes… Máxima novela del tiempo; su intrínseco discurso dilucida apuntando al tiempo. Un egregio producto de narración sabiamente administrada.
A través de uno de sus
personajes, en La
Montaña Mágica se afirma que el sentimiento tiene un carácter divino.
Una cosa es sentir y otra pensar. No es más sabio pensar que sentir. La
Naturaleza no piensa, sólo siente y, sin embargo, nada la supera en sabiduría. Un buen amigo mío me
escribió en la cuarentena enarbolando esta aforística definición de Gaston
Bachelard: «La poesía es un alma inaugurando una forma». Yo le respondí
enrollándome con el tajante dictamen de Ferdinand de Saussure, en el que el
ilustre lingüista afirmaba que «la lengua siempre es forma, no sustancia». Los
elementos significante y significado del signo lingüístico pertenecen ambos a
la forma. El pensamiento, constituido por palabras, por lenguaje, es
enteramente formal. Sin embargo la sensación se orienta a la sustancia. El
fallo pitagórico sentencia que el número domina al flujo. Lo concreto sobre lo
abstracto. El pensamiento sobre la sensación. La forma, en definitiva, sobre la
sustancia.
En el dilema «pensar versus sentir»
se halla este verso de Fernando Pessoa: «Lo que en mí siente está pensando»,
que refleja esa inclinación humana de tender casi siempre a transformar la
sensación en pensamiento. El pensamiento es estático, atormentando con
frecuencia su capital ejercicio: el reflexionar. La sensación, por el
contrario, es dinámica; es más, alígera. Y cuando el pensamiento artístico
propende a la imaginación (su más alta ejecutoria), el componente principal
para llevarla a cabo es la sensación.
En cierta ocasión le preguntaron a Gregorio Marañón que de dónde sacaba el tiempo para hacer tantas cosas. A lo que el eminente escritor y médico respondió: “Yo soy un trapero del tiempo”, lo que significaba que él aprovechaba al máximo esos minutos tomados por despreciables en la ganga de la trapería temporal.
Sólo el hombre piensa; ese producto humano, exclusivamente
humano, el pensamiento, tiene su lado noble, mas también su faz perversa: tanto
el arte, la literatura, como el engaño conviven en el pensamiento, que es capaz
de generar las cosas más hermosas junto a las más viles. El sentimiento
inocente, en el hombre, se puede convertir fácilmente en pensamiento, siempre
ambiguo, siempre engañoso. Dios no piensa, o no debe pensar, porque si lo
hiciese tendría tendencia a ser un tipo malo e incurriría en maldad, como
nosotros. Pues para nosotros el pensamiento se basa en el lenguaje, se piensa
con palabras. Eso es lo malo, lo falso. Quizá Dios pueda pensar de otra forma y
su capacidad creativa pueda lograr unos límites más puros que los nuestros. De
ahí que Logos,
lo que existía sólo en un principio, se pueda traducir cabalmente, no como
Verbo, como simple palabra, sino como la genuina Mente Pensante de Dios.
Siempre, desde que era un niño,
ResponderEliminarhe malgastado mi tiempo
en pensar qué hacer con él.
¡Qué triste entretenimiento!
Genuina tu expresión poética, mi querido Agustín Porras.
EliminarEnhorabuena por ese blog. Con los primeros pasos de esta entrega el camino se hace mas leve en este tiempo en el que las aves vuelan aturdidas por el aire. Feliz viaje...!
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