Lo supe durante el transcurso de una velada cálida y jaranera celebrada en la terraza del bar Peña de Litago mientras discurría una de las últimas ediciones del Festival Internacional de Poesía Moncayo, organizado por la impagable Trinidad Ruiz Marcellán, fundadora de la ya legendaria editorial aragonesa de poesía Olifante. Era una noche calurosa a los pies del gran monte; en ese momento, un grupo lo trepaba con linternas. Haciendo corro a cócteles, cortezas, se encontraban -entre otros afines- Reyes y David, directores de las vistosas Ediciones Pregunta de Zaragoza; Manuel Martínez Forega, Agustín Porras, José Ángel García, Luis Tamarit; Antón Castro, Columna Villarroya... Al día siguiente, todos tributaríamos en Veruela.
Lo contó Trinidad y lo corroboró Ángel Guinda, esgrimiendo el gracejo socarrón exhalado desde la cantarina habla mañica, tan acusada en ambos: Un habitante del pequeño pueblo de Litago se quejaba de insistentes molestias, anunciando que pronto fenecería, no haciéndole nadie mucho caso en su entorno familiar. El buen señor redactó una breve y certera frase y metió el papelito en un sobre que dio a sus allegados para que lo abriesen después de su óbito. Y hoy la leyenda luce, oronda, en el cementerio de Litago: YA DECÍA YO QUE ESTABA MALO.¡Mañico hombre preclaro! No hay que olvidar que la voz "maño" se sitúa, etimológicamente, en un sentido irónico del vocablo latino "magnus".
Última hora. Noticia de alcance. Mi viejo amigo el escritor y periodista gallego Francisco López-Barxas me comunica que en el camposanto de su pueblo orensano se lee, en una ostensible lápida frontal, la siguiente inscripción que exhibe un muy palmario doble sentido: AQUÍ YACE MI ESPOSA ANGELINA, TAN FRÍA COMO SIEMPRE...
Porque un muy atrayente mérito literario (ay, tan inusual) del epitafio viene de su ironía, la marcada distancia entre dos realidades adversas, la de la muerte y la de la vida. No conozco mejor definición de la ironía que la de Fernando Pessoa: “La esencia de la ironía consiste en no poder descubrirse el segundo sentido del texto por ninguna de sus palabras, deduciéndose, sin embargo, ese segundo sentido , del hecho de ser imposible que el texto deba decir aquello que dice.” (La traducción al español es del gran poeta y lusitanista Ángel Crespo).
Los romanos se enrollaban mucho en sus epitafios. En las tumbas, el cincel adquiría claro protagonismo. A los romanos les placía resumir su vida, y sobre todo su oficio, en esas inscripciones póstumas. A los lados de la aún bien asentada Vía Apia, saliendo de la misma Roma, pueden apreciarse aún estas inscripciones. Así rezaba el epitafio de un pobre inquilino de una de esas frágiles insulae (endebles edificios como serían hoy toscos bloques) de la ciudad del Tíber: YA NO ME PREOCUPA MORIR DE HAMBRE. ME HE LIBERADO DE MIS DOLORIDAS PIERNAS Y DE CONSEGUIR UN DEPÓSITO PARA EL ALQUILER. DISFRUTO DE COMIDA Y ALOJAMIENTO GRATIS POR TODA LA ETERNIDAD. Lo cita Mary Beard en uno de sus entretenidos libros sobre la historia de Roma.
El que más se entusiasmó, en este sentido, fue el emperador Augusto, extendiéndose sobremanera en el monumental Ara Pacis que ideó para que su memoria, ampulosamente, perdurase.
Otra tumba romana quita hierro al asunto: NO EXISTÍA. HE EXISTIDO. YA NO EXISTO. ¿QUÉ IMPORTANCIA TIENE? Ya que los romanos, paganos, no creían en una vida eterna tal como los cristianos luego la concibieron. Pensaban solamente que las almas se introducen en un infierno sin valoración moral, donde las sombras de lo que fueron se ocultan en un ámbito subterráneo hollando a disgusto un despreciable fango.
Pero mi epitafio preferido es uno que proviene de la desdichada Pompeya, de un afortunado que se ahorró el gran desastre de la erupción del Vesubio. Es una cabal expresión sintética, económica al cien por cien y que no puede ser más atinada: QUOD FUERAM NON SUM = LO QUE YO HE SIDO YA NO SOY.