sábado, 19 de septiembre de 2020

Luis Antonio de Villena y el extenso relato de su vida

Libros biográficos y autobiográficos alineados en los estantes


El concepto ‘biografía’ se hace posible en muchos o casi todos los géneros literarios, y el de ‘autobiografía’ todavía con más intensidad. Formalmente, sin entrar en lo estricto, el escrito biográfico consiste en un trabajo realizado por alguien ajeno al que se decide biografiar, mientras que la literatura autobiográfica se ciñe, en primera persona –verdad obvia, de Perogrullo- a los escritos memorísticos y a los diarios, específica y forzadamente a los primeros, pues los diarios pueden desarrollarse, dejando a un lado el relato de la propia vida (y es lícito que sea así), únicamente en lo aforístico, en lo teórico, en lo filosófico. La biografía, y especialmente la autobiografía, puede extenderse, además, a la novela, al cuento, a la poesía, también al drama, propiamente al epistolario, más difícilmente al ensayo, pero sí holgadamente al articulismo, muy prolífico en este sentido.

La literatura atesora grandes ejemplos de obras autobiográficas, ora autobiografías verdaderas ora autobiografías planteadas en la premisa de la ficción, aunque contengan componentes verídicos. Dos ejemplos sabrosos de estas últimas son sendos libros de un mismo autor: Augusto y Tiberio, ambos de Allan Massie, un simpático escocés especializado en el mundo clásico a la vez que comentarista deportivo. Son novelas concebidas bajo la forma de unas deliciosas memorias apócrifas de los dos emperadores, padre e hijo adoptivo. En la primera Massie hace decir al poeta Virgilio en íntima conversación con el césar: “El poema terminado nunca es tan bueno como el poema que no se escribió; y, pese a ello, debe escribirse como si lo fuera. Cada comienzo contiene la semilla de un nuevo fracaso, pero eso no es excusa para no empezar.” (Léase mi artículo “Leer durante el confinamiento”, en la sección Libros Amigos de este mismo blog).

Se me permita poner otro ejemplo, en este caso de mi producción. Uno de mis libros, publicado en 2015 por la editorial madrileña Vitruvio, se titula La flor del humo (Autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo), llevando como subtítulo Un relato interpretativo de la poesía española durante el franquismo. Estos emblemas, por sí solos, explican el contenido y la intención del libro. Antes de empezarlo a escribir, yo llevaba un tiempo persiguiendo la idea de abordar un trabajo que abarcase -y culminase, en este aspecto, mi quehacer- la historia de la poesía española acaecida durante el periodo de la dictadura de Franco (quise huir del otrora tan usado término ‘posguerra’, que hoy me parece harto impreciso).

Pero lo que no quería hacer, de ninguna manera, era una tesis, posiblemente farragosa, con epígrafes, notas a pie de página…, ¡No!, me dije contundentemente. Y esperé a que se me encendiera la bombilla. Y se encendió. La trayectoria del poeta Gabino-Alejandro Carriedo, nacido en 1923 y fallecido en 1981, se ajustaba muy bien a ese periodo. Él tuvo unas completas y fluidas relaciones con el gran número de pobladores del ámbito de esa época. Empecé a redactar pero no hablando yo, sino el propio Carriedo. Los datos que refiere son ciertos: los momentos históricos sucedidos en ese tiempo, las anécdotas del mundillo literario. Además, yo ya había publicado, nada más morir el vate palentino (residente tanto tiempo en Madrid), una biografía del personaje. De forma que mi libro es, cabalmente, a la vez que un riguroso trabajo de historia literaria, una auténtica biografía de uno de los mejores poetas del siglo XX. A veces se puede leer, degustando el discurrir apócrifo de Carriedo, como una novela; pero no invento nada.

En nuestra lengua hay ciertos libros de memorias que se tienen como canónicos: Mi último suspiro, de Luis Buñuel, memorias que no escribe él, sino que se las dicta a su guionista y colaborador, su amiguísimo Jean-Claude Carrière; Confieso que he vivido, de Pablo Neruda; La arboleda perdida, de Rafael Alberti; Memoria de la melancolía, de María Teresa León; las ricas y voluminosas memorias de Baroja, Desde la última vuelta del camino; o la estremecedora narración La vida de Rubén Darío –escrita por él mismo-, cuyos contenidos recreó Ian Gibson en Yo, Rubén Darío. Memorias de ultratumba de un Rey de la poesía, publicado en 2016, celebrando el centenario de la muerte del gran poeta. Rubén define la vida con la más justa aproximación: “La vida es dulce y seria”.

De autores más recientes, hay memorias gozosas; sólo nombraré dos: la autobiografía, en un par de tomos, del psiquiatra Carlos Castilla del Pino: Pretérito imperfecto y Casa del Olivo, y el también tocho memorístico de Francisco Nieva Las cosas como fueron, constituido en un relato riquísimo y entretenidísimo del, para mí, uno de los más grandes creadores españoles. Nieva nos cuenta que en un tiempo se drogaba mucho, gustándole probar una “paloma”, cocaína y heroína al cincuenta por ciento. Por lo que en estas memorias declara a propósito: “Lo malo de las drogas es que hay que dejarlas”. Lo que no dejó Nieva fueron los porros. Hasta que se murió, sólo faltándole un mes para cumplir noventa y dos años –y esto me lo trasmite su gran amigo el actor Emilio Gavira-, no dejó de fumar. Su marido le hacía unas “trompetas” formidables, a través de las cuales el insigne dramaturgo aspiraba el humo aromático tan a gusto.

La salsa de los libros de memorias es la fama de su autor, y también el poquito de polémica que conviene que tenga el personaje protagonista. Estos dos requisitos perfectamente los cumple Luis Antonio de Villena, un escritor muy conocido y sobre el que recae ese poquito de polémica traducido en que unos lo adoran y otros lo desdeñan. Quizás los primeros exageren, pero los segundos no son ecuánimes al desdeñarlo. La amplia y variada literatura de Luis Antonio de Villena (tiene más de cien libros publicados) puede gustar más o menos o no gustar, eso no admite discusión, ya que entra en las preferencias personales. Pero está fuera de duda que De Villena es un escritor total, siendo toda su producción genuina. Poeta por encima de todo, según él mismo admite, es crítico literario (ahí están sus incontables colaboraciones como crítico en Radio Nacional de España y El Mundo), ensayista, traductor, antólogo, cuentista y novelista; no ha escrito dramas porque desde antiguo ha visto muy complicado e inoperante el panorama teatral español. Se licenció en Filología, pero no ha sido nunca profesor. Siempre ha vivido de escribir y de colaborar, como escritor, o como tertuliano, en los medios. Sus novelas no son las clásicas novelas del poeta metido a novelista, pues siempre las ha escrito como algo natural a su vocación. Y sus antologías no son caprichos esporádicos derivados de compromisos comerciales, ya que Luis Antonio de Villena siempre se ha interesado, y ha querido reflejar con justicia, en algunos de sus libros, la marcha de la poesía contemporánea española. Sus declaraciones suscitan fieles adhesiones y también acentuados rechazos. Además, ser gay, difundiéndolo sin ambages, condición muy acentuada que recubre buena parte de su obra, propicia que alguna gente interponga ciertos endebles condicionamientos al valorarle como ser literario. Él lo declara sin tapujos: “yo soy de los gays que siempre he agradecido –pese a los momentos peores, que por cierto existen, y más de lo que supone- no haber sido jamás heterosexual.”

Luis Antonio de Villena es autor de tres libros de memorias, publicados, respectivamente, en los otoños de 2015, 2017 y 2019: El fin de los palacios de invierno (recuerdos de infancia y primera juventud), hasta 1973; Dorados días de sol y noche, hasta 1996, y Las caídas de Alejandría, los tres publicados en Pre-textos, en la misma colección y con el mismo formato. El último me lo dedicó hace muy poco en Valdepeñas, tras un acto que él protagonizaba, reunidos después los dos en una casa particular para una grata cena. Tras las ventanas la jocosa estampa de esa Ciudad del Vino, presente su también jocoso alcalde, que más que vino bebe güisqui. De Villena es aún joven, está a punto de cumplir 69 años, y no estaría mal que nos brindase un cuarto volumen, relatándonos, entre otras, las miserias de estos tiempos de pandemia. Aunque él no está por la labor: "Ignoro si -por raro azar- algún día pergeñaré unas raras memorias de vejez. No lo creo. Y ahora mismo -en este instante- no siento ninguna gana." Estas memorias, claro, son su vida, pero también una diáfana historia, o más bien intrahistoria, de los fértiles movimientos literarios, sobre todo españoles, pero también especialmente hispanoamericanos (a los que el poeta está muy unido), trasegados en las últimas décadas. La dinámica es asombrosa: las cenas, los paseos, los viajes en primera clase, las estancias en lujosos hoteles engullidos por el tempus de estos libros son incontables y llamativos, aparte de los trayectos en taxi, pues Luis Antonio de Villena, que no tiene carné de conducir, siempre se mueve en taxi. Mayormente secuencias divertidas, pero también, algunas, salpicadas de posos ácidos, fruto de lúcida reflexión. En estas densas memorias lucen provechosas referencias que prueban lo culto que es su autor, quien asimismo exhala el lamento de que los bárbaros (con sus barbaridades: rechazo a la lectura, predominio de la imagen, tecnología, Internet) ya nos han invadido.  

Las versátiles amistades recorren sin cesar estas casi millar y medio de páginas, pero asimismo la presencia de la soledad se impone: “Solo nos queda la soledad. Hazte amigo de tu soledad, lector. Es la final compañera. Has dormido con ella, muy a menudo.” El relato es absolutamente sincero. Él comenta, me comenta, este aspecto y confiesa: "Soy enormemente verídico. A veces hasta demasiado. La única licencia que me tomo es cambiar algún nombre propio, ya que si vive algún familiar, algún pariente, no tengan, llegado el caso, motivo de queja." El autor no se casa con nadie, ni pasa por alto a las personas, cuando confiesa su verdadero sentimiento hacia cada una; ni con la creación del ingente conjunto de amigos literatos que recorren las páginas; si encuentra defectos, o subsanables minusvalías, expresa su juicio con claridad, siempre bondadoso y sin hipocresía. Es de los pocos que calibran exactamente la posición del afamado Antonio Gamoneda, con quien Luis Antonio entró en contacto siendo el luego Premio Cervantes sólo editor y en una fecha no demasiado lejana, por mucho que se diga que Gamoneda es un componente neto de la Generación del 50. Hay una declaración de Gamoneda que a mí me sublevó, cuando dijo que él no había escrito mucho en los años de Franco por la censura; ¿le impidió escribir la censura? Y a los demás: Hierro, Celaya, Otero, etc., ¿por qué no les calló la censura? 

La profusión de párrafos del fecundo relato de la animada vida de Luis Antonio de Villena queda siempre sobrevolada por un hermoso saldo de cumplida existencia: “Mi vida ha sido siempre libros y chicos. Escritores, poesía, poetas y vida que busca en otra senda, no tan distinta, la belleza y el júbilo.”

 

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